El virus revolucionario sigue azotando las monarquías, los estados y las instituciones de los países árabes. Reyes y sultanes, emires y generales se defienden a malas penas de la presión popular de activistas y manifestantes. Lo hacen con las generosas promesas de cambios institucionales y ayudas económicas para evitar el grito de los desheredados. En Arabia Saudí, Argelia, Bahrein, Egipto, Jordania, Kuwait, Libia, Marruecos, Omán, Túnez, Yemen. Porque la pobreza, la miseria y la indigencia se rozan diariamente con la opulencia, la riqueza y el derroche.
Los ciudadanos árabes quieren ante todo ser ciudadanos libres, y que en justicia tienen derecho al pan, al trabajo y a la dignidad. Libres para pensar, creer y opinar. Sin que nadie les ponga la soga al cuello, les amenace con el ejército y les maltrate con la policía. La rabia y la ira no nacen porque la gente es chillona, el pueblo se queja y la población nunca está contenta. La gente sale a la calle a manifestar su descontento y agotamiento. En todos y cada uno de los países árabes. De manera diferente y en lugares diversos. Son apoyados también por manifestaciones en otros países y sostenidos globalmente por el poder de convocación de las redes sociales. El pueblo exterioriza su padecimiento y ansiedad, grita contra la tiranía de los líderes, combate contra la infamia de los dictadores. Porque es pisoteada en su dignidad, arrebatada de sus derechos y privada de sus libertades.
Los ciudadanos de los diferentes países árabes quieren gozar de sus derechos humanos. Se han cansado de ser considerados números anónimos de los censos nacionales y súbditos aborregados de regímenes dictatoriales. Ya se sabe, los déspotas odian la democracia, los corruptos detestan la libertad, los tiranos luchan por continuar anclados en el poder absoluto. El horrendo ejemplo del sátrapa libio pone a cualquiera los pelos de punta por su barbarie, crudeza y maldad. Sin embargo, la gente de a pie busca dignidad, reclama derechos y exige justicia.
La revolución no ha hecho más que empezar y “el juego del dominó” se abre paso con dificultad. Con las amenazas del látigo, la represión y la porra. Como en Arabia Saudí donde el ministro de Exteriores, el Príncipe Saud al Faisal, ha declarado que “las manifestaciones están prohibidas en el Reino”. Monarcas, dignatarios y príncipes de los países de Golfo árabe no desean ver alterado el orden social por el alboroto y la algarabía de manifestantes y activistas. Porque esto no les permitiría dormir tranquilos en sus palacios y saborear los bienes de todos en paz y tranquilidad. Así han decidido que es mejor cortar por lo sano antes de que las aguas salgan de su cauce. Por eso quieren calmar el ardor de las nuevas generaciones con millones de dólares en prebendas, ayudas y subsidios. Lo han decidido los ministros de Exteriores del Consejo de la Corporación del Golfo (GCC en sus siglas inglesas) en su última reunión apenas finalizada. Los representantes de las seis naciones (Arabia Saudí, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar) han decidido ofrecer millones de dólares para silenciar las protestas, crear empleo y remediar la indigencia. Nobleza y generosidad obligan. Pero no se compra con dinero la dignidad. Los hombres y mujeres no quieren ser súbditos de regímenes dictatoriales, sino ciudadanos libres de estados de derecho. Ese arduo y difícil camino acaba de comenzar. Las dictaduras y los islamismos están obligados a plegar las velas. Se ha inaugurado un nuevo capítulo en la historia de los pueblos árabes y también en la historia del Islam.