Según un estudio sociológico reciente, un tercio de los católicos estadounidenses está pensando apostatar de su fe en la Iglesia católica. Ello, como consecuencia de la oleada de abusos del clero. Así que, porque tú pecas, debo pecar yo también. ¡Qué berenjenal! Como aquella dependienta de una tienda que el otro día afirmaba a sus compañeras que si un hombre violara a su hija, lo mataría. Y se quedaba tan fresca, sin que las demás se inmutaran. Hasta se defendió, agresiva, cuando intervine ante semejante osadía, dejándola sin aliento.
No sorprende que así sea, puesto que Estados Unidos, en cuestión de abusos al sacramento del matrimonio, la castidad y la revancha, va a la cabeza del planeta. Y aquí ya estamos igual, y más “modelnos”. Porque “apostatar” de las enseñanzas de la Iglesia, se entiende siempre como pasar a dar barra libre al sexo (lo cual significa que no es bien vivida la sexualidad ni “estando” en la Iglesia). Otro dato que podríamos cruzar es el de la baja natalidad, que ya nadie duda que está llevándonos a un invierno demográfico que traerá otros “inviernos”. Una es consecuencia de lo otro. Por eso no estará de más destacar una anotación que hizo hace unas semanas Sabatino Carnazzo, en plena Cuaresma.
Este diácono, director ejecutivo y fundador del Instituto de Cultura Católica de Estados Unidos, recuerda la importancia del ayuno como práctica habitual obligada en tiempo cuaresmal. Afirma que hunde sus raíces en toda la Biblia, desde la creación del hombre y la mujer, con la prohibición de comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Llega incluso a destacar que el ayuno apartó a Jesucristo al desierto cuarenta días y cuarenta noches “para restaurar nuestra humanidad”, perdida por nuestros primeros padres. Pero no se limita a dictaminar, sino que aclara el porqué debe ser así: para nuestro crecimiento en aquella perfección original del ser humano.
Explica Carnazzo las bondades del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, puesto que había sido creado también por Dios como parte del Paraíso que donó a Adán y Eva (Gen 2,9-17). No es de extrañar, puesto que como Paraíso que era, todo en él estaba destinado a la perfección del hombre. El fruto del árbol, pues, era bueno, pero debía, indica el diácono, “ser comido en el tiempo correcto y en el camino correcto”. Dios no hace nada mal ni malo. Fue ya entonces cuando vino el encargo de “Creced y multiplicaos” (Gen 1,28). Con ello observamos una sexualidad santa original, por ser dada por Dios desde la misma creación del ser humano. El hombre y la mujer, con su trabajo y sin cansancio, debían crecer en esa perfección, “como hombre y como mujer” (Gen 1, 27), para llegar a ser los dos “una sola carne” (Gen 2,24).
Pero: “Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”, les tentó la serpiente para que comieran del fruto del árbol, y ellos se pasaron de listos (Gen 3, 1-19). De manera que, en contra de lo ampliamente difundido, el pecado de comer el fruto, al querer ser dioses, fue –como enseña la Iglesia- de soberbia, y no necesariamente relacionado con la sexualidad.
Como al comer del fruto habían abusado de esa perfección colocándose ellos mismos por delante de la voluntad de su Padre Creador, el hombre y la mujer advirtieron su desnudez. Y se avergonzaron, lo cual es indicativo de su humillación involuntaria. No obstante la bondad original de la Creación, habían provocado la entrada del pecado en el mundo, y ya todo había dejado de ser “muy bueno”, eso es, según el plan de Dios Creador (Gen 1,31). Ya el pecado había traído el cansancio, la alteración general del orden preestablecido, la muerte y la necesidad de la ascesis o lucha espiritual.
Así como nuestros primeros padres, también nosotros debemos ayunar. El ayuno está en nuestras manos. Basta que lo queramos. Ahora y siempre. No solo en Cuaresma. Todos los directores espirituales saben cuán relacionada va la falta de templanza y la nula práctica del sacrificio con el pecado contra la castidad. Miremos a nuestro mundo con ojos sinceros, y lo advertiremos. Por eso es importante la ascesis del ayuno, que no consiste solo en no atiborrarse de comida, sino en renunciar más o menos periódicamente o por costumbre y de manera positiva a cosas incluso buenas y comodidades.
Haz una pequeña lista de tus posibles ayunos y prueba a ejercitarlos, a ver si entonces llegas a abrazar tu sueño por el camino inesperado: el de la renuncia y el sacrificio. Puede que ahora sí que Dios te lo conceda. Quizás no lo alcances, pero conquistarás mucho más: el “ciento por uno” que te asegura Jesucristo (Mc 10,28-30). Eso es que adquirirás fortaleza, dominio sobre ti mismo y serenidad, con lo cual Dios te premiará con “el pan de cada día” que pides en el Padrenuestro. Y habrás triunfado ante Dios, que es lo que cuenta: Te habrás ganado el cielo, la bienaventuranza eterna. Ayuna y triunfarás, te vencerás a ti mismo. ¡Y soñarás despierto, con una felicidad auténtica y plena, a prueba de bomba!