Un mes más, y ya nos estamos malacostumbrando, el número de parados de nuestro país sigue subiendo. En febrero han “ingresado” en esta empresa 68.260 personas, y nos acercamos a los 4,3 millones, según las listas oficiales. Una de cada 5 personas que quiere y puede trabajar se ve en la imposibilidad de hacerlo. El trabajo falta, y falta para los jóvenes que terminan su formación, falta para los trabajadores de mediana edad, despedidos por “cese de negocio”. Falta para las mujeres de los desempleados, que necesitan aportar su colaboración a la maltrecha economía familiar. Sin quitar un ápice de gravedad a este tema (primero ser, existir, y luego filosofar, que decían los clásicos) no está de más preguntarnos cuál es el principal trabajo del ser humano, aquello que le caracteriza como tal y le distingue de cuanto le rodea, cosas, animales, máquinas...
Algunos cifran la diferencia principal en que los humanos nos equivocamos, nos podemos equivocar; una diferencia importante en comparación con las máquinas de una empresa. De ahí que, por ejemplo, casi siempre nos ganan las máquinas jugando a la ajedrez. O que la mayoría de los errores de las máquinas no son de ellas, sino de los datos que los humanos hemos metido. El ser humano es así, y por más que busquemos, estudiemos y analicemos, seguiremos siendo imperfectos e impredecibles.
Ciertos psicólogos y expertos de la conducta humana se aferran a unas reglas científicas de comportamiento. El pasado provoca que ahora seas así, actúes de esta u otra forma, afirman algunos, casi con la misma precisión con la que dos más dos son cuatro. Pero en la experiencia diaria comprobamos que esto no es tan sencillo. Siempre nos queda un factor de impredecibilidad, de libertad, de auto-determinación. Esto, unido a la limitación humana, hace que nos equivoquemos, que seamos falibles.
Pero lo específico del hombre y de la mujer es algo más. Otros, aparentemente superficiales pero muy bien encaminados, centran esta especificidad en la capacidad de reír, de sonreír. Una de las primeras cosas que hacen los niños pequeños, aparte de llorar, dormir y comer, es reírse. Con esa risa del niño de pocos meses se va haciendo real y concreta su comunicación con los que le rodean. La risa no es un tic, equiparable a la ejecución fría de un programa en un ordenador; es la exteriorización de un encuentro entre dos personas.
De la mano de esta capacidad de sonreír está la capacidad de disfrutar de alegrarse, de gozar en circunstancias y momentos concretos. Y esto ya es más interesante que ser una especie de máquina, y que además se equivoca y es impredecible. Este gozo, esta alegría, no deja anotaciones bancarias, dinero a nuestro favor (que también es necesario, al menos una base). Pero deja anotaciones en el corazón, anotaciones humanas, específicas del hombre.
La capacidad y posibilidad de disfrutar, el gozo en la vida, no siempre va de la mano del bienestar físico o material; lo constatamos con frecuencia a nuestro alrededor. ¿Y por qué nos disfrutan, gozan con su vida, incluso en medio de sufrimientos físicos y morales, y otros no? La pregunta del millón, pero quizás parte de la respuesta la podemos encontrar en la sonrisa y la comunicación. El niño pequeño que sonríe disfruta porque se comunica con alguien, y alguien se comunica con él. Constata el amor del rostro que tiene delante, el cariño de sus padres, y y responde con la misma moneda. El amor que recibimos, y el amor que damos, no son adornos intrascendentes en nuestro vestido, sino partes fundamentales, partes específicas de nuestra naturaleza.
Y ese amor se nutre en nuestras relaciones con los demás. Durante los primeros meses de vida, el niño necesita de sus padres en un altísimo grado; es una necesidad física. A medida que pasan los años, esa necesidad física, esa necesidad física desaparece; pero la necesidad humana, interior, de cuantos nos rodean sigue presente, y necesitamos dar amor y recibir amor. Ahí radica nuestro principal empleo, nuestra especifidad humana.