«Acallo y modero mis deseos como un niño recién amamantado en brazos de su madre». Estas palabras del salmo 130 hoy dan base a la reflexión, que cada miércoles ofrezco y comparto con los que me quieran leer en esta página de LA RAZÓN –se lo agradezco de todo corazón–. Quienes me conocen y me son muy cercanos saben que ésta es la razón de ser y la orientación de mi vida. Algunos saben también que son las palabras últimas que le escuché por teléfono –a la sazón ya muy enfermo– a mi gran amigo y maestro, mons. Antonio Palenzuela: las tengo como su mejor testamento. La verdad es que vivo con una gran confianza, que no tengo ninguna ambición, ni pretendo ninguna grandeza, ni me he trazado ningún plan de poder o de escalar no sé qué metas. Cuando hace unos meses recibía el gran e inmerecido honor de ser investido doctor honoris causa por la Facultad de Derecho de la Universidad Católica San Vicente, Mártir, de Valencia, en un acto académico precioso y entrañable, con entera verdad y libertad, afirmé: «Permítanme, aunque no sea muy académico, confesarles, con humildad y sencillez, sabiendo que en mi vida todo es don de Dios, excepto mis pecados y errores, que son míos, cuál es la razón que me mueve a actuar de una determinada manera. Esta razón, en mi caso, no es otra que la voluntad de Dios: Dios quiere que lo haga. No busco otra cosa. ¿No nos pide Dios que hagamos su voluntad, no le pedimos todos los días: «hágase tu voluntad?’». Tras mi experiencia de casi diecinueve años de obispo, veo cada día con más claridad y siento con mayor fuerza que lo que Dios me pide, y lo que los hombres esperan de mí, es que sea un hombre de fe, alimentada en la oración y vivida en la Eucaristía. El obispo, por obvio que parezca, ha de ser un hombre de fe, es llamado a ser un testigo de la fe apostólica, eclesial, y maestro de la fe de sus hermanos. Esta fe es la que me lleva a sufrir con un hondo y vivo dolor el drama de nuestro tiempo, que no es otro que la caída del sentido de Dios en la vida de los hombres, el desplazamiento de Dios a los márgenes o fuera de la vida, la insignificancia a la que es reducido por el mundo contemporáneo. No hay nada que me haga sufrir tanto ni me preocupe más que la crisis de Dios que padece la humanidad contemporánea –también en España–, la ausencia de Dios, camuflada a veces incluso en una religiosidad vacía. La falta de fe en Dios la percibo y vivo como la indigencia mayor, la amenaza más grave y de más desastrosas consecuencias para nuestro tiempo, lo que pone en peligro nuestra cultura y sociedad, lo que daña a la humanidad en su más honda raíz y la incapacita para un futuro definitivo lleno de plenitud de vida que trasciende el momento presente, lo que quiebra y destroza al hombre de nuestros días, y genera una quiebra moral que reclama urgentemente su reedificación. Por eso mismo, siempre, en mi ministerio episcopal al servicio de los hombres, me he sentido –y me siento– urgido a hacer, con el auxilio imprescindible de la gracia divina, de este ministerio un testimonio y un anuncio incesante de Dios vivo, el solo y único necesario, que está antes y más allá de nosotros, y que, al mismo tiempo, nos busca y encuentra en nuestro hermano, compañero de camino y amigo Jesucristo, su Hijo único: Él nos ha desvelado su rostro de amor misericordioso en su propio rostro humano, «nacido de mujer», y «muy llagado». Los que me conocen saben muy bien –y no lo oculto ni lo ocultaré– que lo que más me preocupa es la fe, que vivamos de la fe, que el mundo crea: porque me preocupa el hombre, a quien Dios tanto quiere. El abandono de Dios está siendo, sin duda, el acontecimiento más grave de estos tiempos de indigencia en Occidente, al que no se le puede comparar con otros en radicalidad y en sus graves consecuencias deshumanizadoras. En esto mi corazón sí que es ambicioso; y ante esto no modero ni acallo mis deseos, sino que lo anhelo con toda mi alma: «sea santificado, reconocido, tu Nombre». Comprenderán perfectamente que ante esto, en lo que se juega la suerte de los hombres y el futuro de la humanidad, otras cosas me traigan sin cuidado. Así se puede entender que mi lema episcopal sea: Fiat voluntas tua («Hágase tu voluntad»). Esto es lo que me guía y mueve. La voluntad de Dios, bien lo sabemos, es que los hombres se salven, que se sientan de verdad amados y que así son amados por Él, que comprendan y vivan la inviolable dignidad y grandeza que nos es común a todos. Y desde aquí se entiende que me sienta urgido a no desear nada más que ser siervo y servir: mostrar el amor con que Dios ama a los hombres. Las gentes están en lo cierto cuando esperan y reclaman de mí, como de todos los obispos, que las queramos de verdad, que salgamos en su apoyo y defensa, que para todos –sobre todo los más inmersos en necesidades humanas y sufrimientos de todo tipo– seamos sus verdaderos servidores, y que en modo alguno nos sirvamos de ellos; es decir, que estemos ante ellos con las mismas actitudes de amor que el mismo Cristo ha vivido y ha dado a cuantos ha llamado para, como Él, servir y no ser servidos.
Pido perdón por esta confesión personal, por este desahogo leal y sincero, que sólo es confianza y amistad con cuantos amable y generosamente me lean; para que me conozcan mejor. Eso sí: recen también para que sea así, como Dios quiere, y nunca ambicione ni pretenda ninguna grandeza humana que supere mi capacidad: sólo Él.