Con motivo del trigésimo aniversario del golpe de Estado del 23-F, se han publicado infinidad de reportajes, documentales, declaraciones de personajes mayores o menores, que tuvieron alguna relación con los hechos de aquella jornada. Por supuesto, ahora todos dicen haber estado, desde el primer segundo, en contra de Tejero, Armada, Milans del Bosch y compañía. Bueno, digamos que bien, que vale, pero en aquellos momentos hubo mucha confusión y no pocas vacilaciones hasta saber de qué parte se inclinaba la balanza.
A mí me tocó estar en primera línea de fuego informativa, como redactor-jefe de la sección de nacional de la Agencia Efe. Tenía turno de mañana. Concluido mi horario y pasado el testigo al redactor-jefe de la tarde, me fui a mi casa. Comí, descansé un poco y a eso de las cinco y poco me trasladé a la zona de Moncloa a visitar a un sacerdote pacense que andaba por Madrid a su aire, como cabra sin pastor, ejerciendo de periodista, hospitalizado a causa de una operación de fimosis. Ya me dirán ustedes qué necesidad tenía el buen clérigo de semejante remiendo para el correcto desempeño de su ministerio. Al salir de la clínica me tropecé, ya en la calle de Reina Victoria, con el comandante ayudante del general Toquero, a la sazón jefe del Estado Mayor de la Benemérita, en compañía de su señora que terminaba de hacer la compra en un supermercado próximo a Cuatro Caminos. Estuvimos charlando en rato mientras advertimos un inusitado aullar de sirenas de vehículos policiales. ¿Un accidente?, ¿un atentado de ETA, entonces a la orden del día? “No creo –dijo el comandante- me hubieran llamado por el busca”.
Al llegar a mi domicilio no pude entrar en el piso. Mi mujer, con mis hijos, habían atrancado la puerta, convirtiendo la estancia en un fortín. Dentro sólo se oían llantos y exclamaciones de terror. ¡Dios mío, ¿qué habrá ocurrido?! Cuando despejaron la entrada y pude acceder al interior, mi mujer se abrazó a mí hecha una plañidera y los chicos, varones y hembras, asustados como conejos perseguidos por galgos. “¡Ay, papá que miedo, qué miedo!” “Pero qué demonios pasa –respondí-. Estáis fuera de sí”. “La Guardia Civil, la Guardia Civil que se ha sublevado”. ¿Los picoletos en bloque?, imposible. “Acabo de estar con el ayudante del general Toquero, vestido de paisano, acompañando a su mujer de compras en un supermercado.” Extraña manera –me dije- de sublevarse.
Sin pensarlo dos veces me presenté en la Agencia Efe, para lo que pudiera ser necesario. ¡Dios santo, qué horror! El gatuperio que allí había. Todo el mundo corriendo de una lugar a otro, dando órdenes, desde el presidente, Luis María Ansón, hasta el último jefecillo, que habían convertido la redacción en una especie de jaula de grillos locos y sin saber muy bien qué hacer y de qué informar. Visto el panorama, le dije al director, Gonzalo Velasco, que mi presencia sólo podía ser un estorbo más, de modo que le propuse quitarme de en medio y regresar a eso de las diez de la noche, y si la situación seguía sin aclararse, tomar el relevo, cuando todos estuvieran ya totalmente enloquecidos y agotados, mandar a todo el mundo a la cama a descansar, que bien merecido se lo tenían después de tantos sustos y nervios, y esperar a que amaneciera. Mano de santo. Habló el Rey, no se sumaron otros generales a la intentona, Milans retiró los tanques de las calles de Valencia y la situación empezó a reblandecerse, de manera que cuando entró en la Agencia el turno de las ocho de la mañana del día siguiente, lo peor de la tormenta había pasado ya. Eso sí, en los momentos más tensos de la turbulencia, advertí en más de uno que esperaba a ver hacia qué lado se inclinaba la balanza para apoyar a los vencedores. Incluso alguno ya se veía ministro de Información del previsible Gobierno de concentración nacional, si salía adelante la fórmula del general Armada, es decir, la del general De Gaulle. A toro pasado componían la figurita como los malos toreros y, “yo no, yo no”, empezando por los jerifaltes socialistas, metidos hasta el cuello en la operación. En fin, vivir para ver. El 23-F sirvió, al menos, como vacuna contra las veleidades golpistas de algún uniformado y las urgencias de ciertos políticos en tocar presupuesto, aunque fuera por la vía de los atajos.