En la actualidad, el matrimonio y la familia se ven afectados por corrientes de opinión individualistas y relativistas de exaltación de la libertad, incluso de la libertad sexual sin límites, donde cada uno busca la propia utilidad o el placer más intenso, desapareciendo toda referencia a los valores comunes y a una verdad válida para todos, existiendo además un complejo antiinstitucional de oposición entre amor y todo lo que pueda regularlo, que afecta sobre todo a las generaciones más jóvenes, por lo que rechazan no sólo el matrimonio religioso, sino también el civil, intentando eludir tanto el compromiso estable como la formación de una familia. Se prefiere vivir día a día, sin programas a largo plazo ni apegos personales, familiares y comunitarios. En nombre de la libertad, cada uno escoge el tipo de vida que quiera, con tal de no dañar los derechos de los demás. Es una situación que indica una crisis de valores de una civilización, una falta de confianza en la sociedad, un miedo al compromiso personal, aunque también un deseo de libertad y una búsqueda, si bien por un camino equivocado, del amor.
Esto ha facilitado que la cohabitación juvenil se haya hecho común por múltiples razones, que no siempre es fácil analizar: prolongación de la adolescencia, miedo a la soledad y al compromiso, ausencia del sentido religioso, subjetivismo y relativismo moral por el convencimiento de que soy yo quien decide lo que está bien o está mal, pánico a las decisiones definitivas e irreversibles, testimonios múltiples de fracasos matrimoniales, desarrollo de métodos anticonceptivos, incertidumbre de futuro, necesidad de verificarlo todo antes por la experiencia, ilusión de una mejor preparación a un compromiso definitivo. Pero hay que afirmar claramente que la cohabitación juvenil no es una buena forma por su falta de compromiso de prepararse al matrimonio y, además, se opone gravemente al plan de Dios sobre el amor humano.
Las relaciones de este tipo, por no ser definitivamente vinculantes, no están orientadas en último término al mejor interés de la pareja ni tampoco de los hijos que posiblemente se conciban. Un amor así queda en el aire y en la indecisión, cuando en verdad debe asumir sus responsabilidades y comprometerse, así como contribuye a deshumanizar la sociedad al no exigir el reconocimiento de la dimensión familiar del hombre; corre el riesgo incluso de banalizar la sexualidad y desemboca a menudo en injusticias, cuyas víctimas son con frecuencia las mujeres y los hijos, redundando todo ello en la fragilidad de la relación y en el gran número de fracasos de las parejas de hecho. Pero la presión ambiental es tal que les es preciso a los jóvenes un auténtico heroísmo para no ceder a la moda y a sus debilidades.
La ausencia de la dimensión social hace que las relaciones prematrimoniales sean una expresión de amor precoz y prematura y, por tanto, parece que son un signo de inmadurez. La razón de esto es que no hay nada más expresivo para la manifestación plena del amor que las relaciones sexuales completas, por lo que para ser un gesto verdadero necesitan que el amor que exteriorizan haya llegado también él a su plenitud estructural. Quienes las realizan son una sola carne, sinónimo de persona, no porque junten sus cuerpos, sino porque manifiestan así que se han donado su corazón. Si el amor del otro no reviste estas características de totalidad y exclusivismo, la palabra que el cuerpo pronuncia dice mucho más que lo que existe en realidad y el gesto se convierte en mentira. Si el amor no ha llegado a su plenitud, las relaciones sexuales le vienen grandes. Es algo semejante a lo que sucede con una lámpara a la que sometemos a un voltaje excesivo. Puede brillar más, pero lo normal es fundirla. El amor de los novios tiene otra medida de expresión porque el amor no puede antes de la boda llegar a su plena maduración. Las relaciones prematrimoniales no son lo mismo que las conyugales, porque las primeras se asientan en un estado de vida precario y las matrimoniales en una condición de vida definitiva. Mientras el yo y el tú no sientan que su amor es tan grande que les empuja a dar la cara ante los demás y presentarse ante ellos como una comunidad de amor para siempre, como un nosotros, el amor está todavía en camino y no puede expresarse de un modo que es la meta de las manifestaciones afectivas.
No hay que olvidar tampoco que la relación sexual completa es indudablemente algo que tiene una dimensión temporal, proyectada hacia el futuro, ya que desde luego afecta a algo más que a un instante en la vida. Entregarse sin reservas quiere decir entregarse para siempre. Quien piensa en la posibilidad futura de una nueva unión, si ésta no resulta, no se entrega totalmente ni ama de verdad a su pareja. Además, estas relaciones prematrimoniales excluyen las más de las veces la prole; y lo que se presenta como un amor conyugal no puede desplegarse como un amor paternal y maternal, no siendo desde luego lo mismo incluso desde el punto de vista moral el anticonceptivo usado por cónyuges que lo ven como mal menor dentro de su plan de procreación responsable, que el anticonceptivo usado por novios cuyo amor no fecundo corre el riesgo de transformar su relación en la búsqueda ante todo de placer egoísta. Y si eventualmente hay hijos, éstos se verán privados de la convivencia estable en la que pueden desarrollarse como conviene. “La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente” (Exhortación de Juan Pablo II Familiaris Consortio nº 11). Y es que el amor total lleva consigo la exigencia de una entrega radical, incondicional e integral.