El evangelio de este domingo continúa el Sermón de la montaña, donde Jesús va interiorizando los preceptos de Dios. Donde se dijo “ama a tu prójimo y aborrece a tu enemigo”, Jesús nos enseña a poner la otra mejilla cuando te abofetean en una de ellas. Es decir, no sólo no respondas con el tono con que has sido ofendido, sino que “no hagáis frente al que os agravia”. Esta doctrina no la ha enseñado nunca nadie más en toda la historia de la humanidad, es una enseñanza original de Jesús, que concluye: “Amad a vuestro enemigos y rezad por los que os persiguen”. Y la razón más profunda de ello es para parecerse a Dios Padre, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos.
Mirarnos en el espejo de Jesús puede resultar decepcionante, si ponemos la fuerza de nuestra santificación en nuestro esfuerzo y en nuestras capacidades. Cuando planteamos las cosas desde nosotros, malo es si no alcanzamos lo que pretendemos, pero peor aún si lo alcanzamos. En el primer caso, nos viene el desánimo y la desesperanza; pero cuando lo conseguimos, fácilmente nos lo atribuimos a nosotros y a nuestra capacidad, y brota espontánea la soberbia y el orgullo.
El planteamiento ha de ser siempre desde Jesús, que nos ha prometido su Espíritu Santo como el que irá modelando nuestro corazón al estilo del corazón de Jesús. El agente principal, por tanto, de este camino a la santidad, de este camino de parecernos a Jesús es el Espíritu Santo. El actúa discretamente, pero eficazmente. Sin él no podríamos dar un paso, y menos aún alcanzar la meta que nos propone el mismo Jesús.
La vida cristiana no es una imitación externa de Jesucristo en cualquier de sus virtudes. La vida cristiana consiste en dejarse mover por el Espíritu Santo, no obstaculizando su acción poderosa y fecunda, y colaborando con él secundando sus inspiraciones. Por eso es posible la santidad. Si fuera un proyecto humano, nunca se alcanzaría. No, es un proyecto de Dios. “Esta es la voluntad de Dios: que seáis santos” (1Ts 4,3).
Y en las cotas del amor al prójimo, nadie apunta tan alto. Porque en la ley de la selva, el más fuerte se come al más débil. En la ley del Talión (“ojo por ojo y diente por diente”) se establece una proporción: te hacen una, tú puedes responder haciendo otra, pero no dos o tres. Ahora bien, al llegar al mandato de Jesús, el que ofende ha de ser objeto de tu amor. “Porque si amáis a los que os aman, qué premio tendréis. Eso también lo hacen los publicanos”. Aquel amor que nadie puede explicar de dónde viene, ese amor es de Dios en nuestros corazones.
En el fondo, Jesús está haciendo un autorretrato de su propia vida. Eso es lo que él ha hecho siempre. De su corazón no brota nunca el odio ni la venganza. De su corazón sólo brota el amor. Y nos pone a su Padre Dios como referente, dándonos su Espíritu Santo como acompañante y abogado permanente.
Podemos decir que en este mandamiento del amor a los enemigos Jesús nos resume la quintaesencia del Evangelio, que consiste en tener a Dios como Padre y en tratar a todos como hermanos, hijos del mismo Padre. Y puesto que todos somos limitados y pecadores, en la convivencia de unos con otros es necesario el perdón continuo, pedido con humildad y ofrecido con generosidad.
Así nos parecemos a nuestro Padre Dios, porque tratamos de imitar a Jesucristo, acogiendo el don del Espíritu Santo. Así podemos ser santos como nuestro Padre celestial es santo.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba.