Las protestas masivas de las clases populares egipcias consiguieron finalmente echar al presidente Hosni Mubarak, como estaba “escrito” desde el momento en que el Ejército se hizo a lado y dejó que la riada social siguiera siempre que las protestas no se salieran de madrea. La gran nación de los faraones estaba hartísima de dictaduras personales de los generales que se sucedieron en la presidencia de la república desde que una conspiración de los llamados Oficiales Libres derrocó en julio de 1952 al corrupto rey Faruk, también conocido por “el ladrón de El Cairo”. Después de un breve período del moderado y prestigioso general Naguib, llegó Gamal Abdel Nasser, el verdadero hombre fuerte de la nueva situación, un tipo iluminado y mesiánico, que aspiraba a ser el gran conductor de todo Oriente medio (para nosotros Oriente próximo), enfrentado a Occidente. Nasser lo puso todo patas arriba, provocando una gran inestabilidad internacional y la “guerra de los seis días” contra Israel (junio de 1967), en la que Egipto, con Siria y Jordania, fueron fulminados en menos de una semana por el diminuto David. A la muerte de Nasser, en 1970, le sucedió su vicepresidente, Anwar el Sadat, asesinado por una conjura de los Hermanos Musulmanes en octubre de 1982. El Sadat, hombre de paz, negoció con los israelíes, consiguió la devolución de la península del Sinaí, dio estabilidad a toda la zona y Egipto pasó a ser un país “normal”, con el que podía tratar todo el mundo, Israel incluido. Mubarak, otro general tomó el testigo de El Sadat y siguió su política de paz y buen rollo con los vecinos, menos con los islamistas radicales, que mantenía a raya con mano firme, pero también al resto a la población. Casi 30 años de gobierno de Mubarak sin oposición y 60 de dictaduras personales cuarteleras, era demasiado para el aguante de una sociedad ahora duramente castigada por la crisis económica, cuya juventud no ve salida a sus legítimas aspiraciones. Un jefe que tuve en una fábrica de piensos, mi primer trabajo por cuenta ajena (2’50 pesetas al día como auxiliar de contable por una jornada ilimitada y sin seguridad social) ya decía hacia mediados de los años cuarenta: “no hay Gobierno que dure cien años, ni cabrón que lo aguante”. No recuerdo si por un casual se refería a Franco, pero bien me acuerdo de la frase.
Los egipcios se han quitado de encima al último dictador con la aquiescencia del Ejército que lo parió, pero los uniformados constituyen la única institución sólida y estructurada que hay en Egipto, luego ahora, ¿qué derroteros tomarán los acontecimientos? Allí, como en los demás países actualmente convulsos, que son casi todos de la gran zona árabe-musulmana que va desde el Atlántico al Índico, pasando por el Mediterráneo, el Ejército es la columna vertebral de la nación. Pero más allá de esta evidencia, conocemos muy poco de ese mundo de la media luna que sin embargo nos rodea e incluso nos invade lentamente. Hace pocos días me llamó por teléfono un viejo amigo, profesor de Derecho del CEU, ya jubilado, y me preguntaba: ¿quién está detrás de este seísmo que amenaza con llevarse por delante a todos los regímenes autoritarios del arco antes descrito? O dicho de otro modo: ¿cuál es la mano que mece la cuna? Personalmente no tengo respuesta. Ignoro, además, si aquí hay alguien que tenga cierta idea del envés de la trama, ni siquiera la ministra del ramo, doña Trini. Dudaría que estuviera al cabo de la calle de este inmenso follón. Y, sin embargo, se está extendiendo como un reguero de pólvora a las puertas de nuestra casa.
A mí no me inquieta que la marea arrase esta colección de dictaduras, pero sí debemos preguntarnos: y después, ¿qué? Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, arrastrando tras de sí a los satélites europeos de la tiranía soviética, todos dimos por supuesto que las naciones liberadas de semejante yugo, pasarían a engrosar, antes o después, por uno u otro camino, el llamado mundo libre. Después de todo, los países del Este no dejaban de pertenecer al tronco europeo y a la cultura que engendró la democracia. Pero, qué podemos decir –y esperar- de las naciones musulmanes que no han experimentado nunca en sus propias carnes un régimen de libertades. ¿Caminarán, en estos cambios de ahora, hacia esta meta, o acabarán, como el Irán de los ayatolah, en manos de clérigos fanáticos o de islamistas radicales, influidos por sectores medievales al modo de Al Qaeda? Esa hipótesis no cabe descartarla, de manera que la liquidación de las dictaduras actuales, que al menos daban estabilidad a la región (a costa de que EE.UU. y Europa miraran hacia otro lado) salvo el toca bolicos del reyezuelo marroquí, el Mohamed de la puñeta, podrían devolvernos a los años conflictivos de Nasser, Gadafi o Arafat, con grave repercusión en zonas y arterias vitales para la paz y el comercio mundiales, como la península arábiga y su petróleo, o el canal de Suez. Todo podría suceder mientras todas las ramas del Islam no se percaten que vivimos ya en el siglo XXI de la “era común”, como dicen los masones para no reconocer que esa manera de datar es de origen cristiano.