Como aspiro a espiritual, soy muy poco espiritista. Sin embargo, hay un espíritu que sí se me aparece: el de la escalera. Tiene nombre francés, porque es su lengua materna. Los franceses, muy de salones literarios, acuñaron esa expresión cuando, al salir del sarao, bajando la escalinata, se les ocurría lo que tendrían que haber dicho antes pero no se les pasó por la cabeza.
A mí el espíritu de la escalera me acaba de poner una zancadilla que casi acabo rodando en el rellano, de la rabia que me ha dado. Estaba en unas jornadas sobre el debate público en España. Antes de mí, el profesor Armando Zerolo, gran experto en el vizconde de Chateubriand, había subrayado debates serios que, en una sociedad tan debatiente como la española, sin embargo no tenemos. Puso el ejemplo dramático de la epidemia de soledad. Jóvenes que se sienten aislados, ancianos a los que nadie escucha, maduros que vamos de nuestra introspección a nuestros asuntos, agobiados de trabajos y eventos, sin tiempo para pararnos y charlar, etc. Todo eso deviene en crisis personales, en trastornos alimentarios, en depresión e, incluso, en unas tasas de suicidio que deberían hacer saltar todas las alarmas.
Después, yo hablé del relativismo y de cómo, aunque debería servir en teoría para facilitar la convivencia y el debate público, los hace imposibles. A la larga, produce cancelaciones y boicots. La razón, resumida: la falta de razón. Si no dejamos que la verdad sea la que decida qué argumentos y propuestas son más valiosos, se impone la imposición. Pero yo entonces tendría que haberme vuelto a la brillante denuncia de Zerolo y coger su guante.
Entre las causas de la epidemia de soledad están lógicamente la tecnología que te une al lejano y te aleja del prójimo, la sobreestimulación paralizante, el oxímoron de la realidad virtual, etc., pero también la incomunicación que produce el relativismo. Si nada de lo que diga nadie se puede discutir ni puede afectarme porque lo que yo digo también es estanco, creamos una sociedad de burbujas opinadoras que se evitan con mucho cuidado ni rozarse. ¡No vayamos a explotar! Consecuencia inmediata: la soledad.
Esos pellizcos y cachetes que a veces damos a los que queremos, y nos dan, o una palmadita en el culete, o un empujoncillo… nos quieren decir que los límites entre el cariño y la riña son sutiles y porosos. ¿Quieren querer a alguien? Discútanle. Peleémonos, por caridad.
Publicado en Diario de Cádiz.