Era el 2 de febrero de 1979 cuando el Imam Jomeini (19041989) llegó al aeropuerto internacional de Teherán a bordo de un vuelo de la compañía aérea Air France. Fue una entrada triunfal. Un apoteósico recibimiento en su país natal. Las masas celebraban el regreso del líder espiritual que volvía del exilio a dar brillo y lustre a la Casa de Ali, la única en la que podía recaer la sucesión del profeta Mahoma.
El Guía Supremo instauraría la Republica Islámica del Irán, fundándola sobre las bases doctrinales de la teología chíi. Es decir, el poder político y la autoridad religiosa se concentran en el único líder de la nación. Pero fue un duro y largo camino el del Imam Jomeini: expulsado a Irak por el Sha de Persia (19191980) y de Irak por Saddam Husein (1937-2006) y acogido como refugiado político por el gobierno francés. Con el petróleo, las armas y los caza bombarderos Mirage como moneda de cambio.
El Ayatolá Jomeini nunca se dio por vencido en su decidida lucha por el regreso triunfante a Irán. Encontró el apoyo, la colaboración y la admiración de muchos estudiantes que frecuentaban la Universidad de la Sorbonne. Les entusiasmaba el hablar revolucionario del Imam, grababan sus discursos y enseñanzas en su refugio a las afueras de París. Las preciosas casetes entraban clandestinamente en Irán a través de las montañas de la región del Kurdistán. Las palabras del Imam eran escuchadas en los lugares más recónditos sin que el ejército, ni la policía ni los agentes secretos pudieran impedirlo. Eran la semilla de la revolución en nombre del Islam porque el líder carismático también hablaba de rebelión del pueblo, de cambio, de lucha contra el poder establecido. También entonces, como ahora con Facebook y Twiter, los medios de comunicación dieron al traste con el despotismo del Sha que acabó sus días en el exilio. Primero huyó a Marruecos y finalmente se refugió en Egipto donde murió.
Las imágenes de los enfrentamientos verbales en el Parlamento iraní, la violencia contra los manifestantes en las calles de las principales ciudades y los gritos de las masas contra el poder de los ayatolás, me han hecho revisitar la historia islámica del Irán desde la llegada insospechada de Imam Jomeini en febrero del 1979. La mayoría de los manifestantes iraníes que estos días piden a gritos reformas democráticas, piden libertades civiles, se exponen a las balas de la policía, no quieren un Gobierno que, en nombre de la religión musulmana, les esclavice y subyugue. No quieren tiranos, dictadores y déspotas. Pero hoy como en tiempos de Sha se ha instalado la nomenclatura del poder religioso que ha invadido todas las instituciones y ha conseguido sus propios privilegios y riquezas. Y nadie está dispuesto a dejarlos de lado. Ni la clase dirigente, ni los pasdarán (Guardianes de la Revolución), ni los basij (milicias islámicas), ni los grupos que de una forma u de otra vuelan fuera y dentro de la colmena para alimentarse de cera y miel. Si las casetes de Jomeini prepararon su inesperada vuelta a Teheran, hoy las redes sociales e Internet son el arma invisible contra los que desean ahogar las libertades individuales, impedir los cambios generacionales y bloquear los derechos democráticos. A pesar del apoyo incondicional de las potencias occidentales al régimen del Sha de Persia, el anciano de la barba blanca, de las palabras desafiantes y del carácter inflexible consiguió, consiguió doblegar el poderío militar del último emperador persa. Para la generación post-Jomeini lo mismo sucederá con el régimen pétreo de los ayatolás, encerrado hasta ahora en una torre de marfil.