Hace unos días se produjo la noticia de que el documento de la Unión Europea sobre la violencia contra los cristianos, redactado según la ideología hegemónica de lo políticamente correcto, contiene llamadas a la tolerancia y conmovedoras exhortaciones a la libertad de culto, esto es, muchas palabras menos una, que, en este caso, no habría sido secundaria y que, sin embargo, no aparece jamás en el texto: “cristianos” Puede parecer paradójico que un documento, pensado para reclamar la atención sobre las persecuciones y violencias contra los cristianos, finalice sin mencionarlos nunca.
Misterios de la euro-burocracia. Como era de imaginar, rápidamente se han levantado las voces de protesta de algún católico el cual ha afirmado que ninguna otra cosa se podía esperar de una Europa que ha optado por no mencionar las raíces cristianas en el preámbulo de su Constitución, no reconociéndolas de hecho. Reconozco que el debate sobre las raíces cristianas de Europa – acerca de las cuales he escrito también un artículo
en el Corriere de la Sera– no me ha apasionado nunca de forma especial.
Sobre todo porque –bromas de la historia– aquella Unión del Viejo Continente, que tiene miedo a nombrar a los cristianos, ha terminado por adoptar como bandera una corona de estrellas indiscutiblemente mariana (aquellas raíces que no han encontrado lugar en la Constitución, ondean en las banderas), pero más bien porque lo que un cristiano considera importante es la presencia de árboles vivos sostenidos por raíces vivas, esto es, comunidades creativas y enraizadas en la tradición viva del cristianismo, no tanto la mención formal de un retazo del pasado.
Preocuparse por la fallida inserción de las raíces cristianas en la Constitución, es algo así como indignarse por las iglesias que terminan siendo museos. Si esto sucede es porque no hay personas que vayan a orar y a celebrar los sacramentos. La urgencia es, por tanto, la de una nueva evangelización, no la de la reivindicación de menciones sobre papel.
En realidad, también los monjes benedictinos que, en una época convulsa y confusa posterior a la caída del imperio romano, hicieron Europa, la hicieron sin saberlo y sin pretenderlo, como ha observado también Benedicto XVI en el discurso al mundo de la cultura francesa en septiembre de 2008. Buscaban a Dios, se dedicaron a la oración y a la ascesis, recluyéndose en un monasterio, pero su separación del mundo creó un mundo nuevo.
Es justo y sacrosanto preocuparse de que la aportación fundamental de los cristianos a la formación de la civilización europea sea reconocida, así como es justo poner en cuestión a quien – en nombre de lo políticamente correcto – hace un documento sobre la persecución de los cristianos , sin llegar siquiera a nombrarlos.
Pero no nos indignemos, y miremos con realismo y con la sonrisa en los labios lo que está sucediendo: Europa no ha sido fruto de un “proyecto cristiano” estudiado en un despacho. Y no serán unos trozos de papel los que salven su identidad.