En España, tierra de María Santísima, es frecuente que la fe y el fervor del pueblo cristiano se expresen en manifestaciones públicas de adoración al Señor y veneración a su Madre. Acabamos de celebrar la fiesta de la Patrona de nuestra ciudad [Jaén] y, una vez más, hemos comprobado en las calles la explosión de júbilo de los jienenses para agradecer a la Virgen de la Capilla que, según la piadosa leyenda, descendiera la noche del 11 de junio de 1430 a Jaén. Esta corporación municipal la nombró Alcaldesa Mayor de la ciudad en 1967, por lo que su imagen luce los correspondientes bastón de mando y fajín.
Otra de las procesiones con mayor arraigo y tradición multisecular en la ciudad es, en el Viernes Santo, la de Nuestro Padre Jesús al son de los acordes de la célebre marcha del Maestro Cebrián.
Pero si hubiera que destacar la más importante de todas, la procesión de las procesiones, la procesión por antonomasia, sin duda alguna sería la del Corpus Christi, devoción promovida a mediados del siglo XIII desde Lieja (Bélgica) por Santa Juliana de Cornillón. No se trata, en este caso, de procesionar una imagen, sino, al mismo Jesucristo en persona que, bajo la apariencia del pan, está verdadera, real y sustancialmente presente en la Eucaristía por amor a nosotros.
Para intentar iluminar este misterio de fe, la Iglesia ha acuñado la palabra “transustanciación”, que significa el cambio de la realidad más profunda del pan y del vino, que se convierten, por las palabras de Cristo en la Última Cena, pronunciadas por el sacerdote en la Misa, en la realidad del mismo Cristo. Uno de los mayores teólogos de la historia, Santo Tomás de Aquino, lo expresaba de forma poética en las dos primeras estrofas del himno eucarístico Adoro te devote: “Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte. Al juzgar de ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta palabra de verdad”.
Por eso, para quienes creen de verdad que “Dios está aquí”, en la Sagrada Eucaristía –como reza el canto litúrgico Cantemos al Amor de los amores– la vida alcanza una dimensión sobrenatural nueva: no estamos nunca solos, porque Jesucristo nos acompaña siempre, incluso se deja comer. Un enamorado de la Eucaristía, San Juan Pablo II, tituló su última encíclica La Iglesia vive de la Eucaristía [Ecclesia de Eucharistia] para indicarnos que Cristo-Eucaristía ha de ser la fuente y el centro de la vida espiritual: sin la Eucaristía no podemos vivir, como gritaban los primeros cristianos.
Toda respuesta de nuestro amor humano al Amor manifestado con Jesús al quedarse en el Santísimo Sacramento, será siempre poca. Así lo expresaba de forma gráfica San Josemaría Escrivá, otro “loco” de amor a la Eucaristía: “Los enamorados no se regalan trozos de hierro, ni sacos de cemento, sino cosas preciosas: lo mejor que tienen: cuando ellos cambien, cambiaremos de parecer nosotros”.
Este domingo tenemos la inmerecida oportunidad de acompañar a Jesús Sacramentado, que paseará por nuestras calles como lo hacía veinte siglos atrás por tierras de Israel. La primera Custodia de Jaén data del siglo XVI, obra del sevillano Juan Ruiz, el Vandalino, y la última vez que salió en procesión fue el 11 de junio de 1936. Poco después, durante la Guerra Civil desapareció, tras ser destrozada. El pueblo cristiano inició tras la contienda una campaña de recaudación para reproducir la Custodia profanada. En 1986 Jesús Sacramentado procesionó por vez primera en la actual Custodia.
Anhelemos ser como ese cerco dorado que se coloca en la Custodia –llamado viril– tras cuyos cristales se encierra la Hostia Santa, porque quisiéramos llevar a Cristo tan dentro de nosotros que su cercanía nos transforme –mediante la fe, la esperanza y la caridad– y transforme al mundo, tal como igualmente se recita en el Adoro te devote: “Haz que crea cada vez más en Ti, que en Ti espere y que Te ame”. Y atrevámonos también a suplicarle, nosotros que tanto veneramos al Santo Rostro, ese otro inmerecido don que se expresa en la estrofa con la que concluye el mismo himno eucarístico del Doctor Angélico: “Jesús, a Quien ahora veo oculto, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu Rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria. Amén”.
Publicado en el Ideal de Granada el 21 de junio de 2019.