Ha declarado el periodista Alfonso Ussía que el Santo Padre concedió la venia al Rey para firmar la ley del aborto y, a raíz de tan irresponsable afirmación, la mesa del escándalo ha quedado servida y convenientemente dispuesta para que los comensales siembren los medios de todo tipo de malevolencias, disparates y despropósitos.
Porque no se trata sino de un sorprendente desatino soltar a bocajarro algo de tanta importancia y consecuencias, ya sea para los acérrimos enemigos de Cristo como para los aburguesados católicos que nutrimos las filas de la Iglesia en España, así como para la gran masa de los que votan un partido político sin molestarse en saber cuáles y en qué consisten sus propuestas de gobierno.
Los unos lo utilizarán como ardid para justificar ante sus votantes de confesión católica la bondad de la criminal Ley del aborto que recientemente han aprobado; los otros, harán un tanto de lo mismo para justificar el mantenimiento de esa o la anterior Ley y, además, servirá de coartada moral para que los futuros gobernantes de la oposición y sus votantes de supuesta adscripción católica, mantengan el statu quo imperante con respecto a la primordial cuestión del derecho a la vida desde el mismo instante de la concepción.
Por otra parte, lo más o menos numerosa masa de católicos en España y en el resto de países, con nula capacidad de acceso a la verdad en torno a esa información y poco o nada formados con respecto a la cabal posición de la Iglesia y del Vicario de Cristo sobre el ¨abominable crimen del aborto¨, nos sentiremos muy confusos cuando no descorazonados.
No quiero imaginar que el Sr. Ussía haya cometido la mencionada irresponsabilidad informativa, grave e inexplicable por diversas razones, basándose en una mentira o en una fuente que no tenga para él toda la credibilidad necesaria. Y aunque la Zarzuela ya lo ha negado, no siendo precisamente el Sr. Ussía alguien ajeno a la Casa Real, es muy poco creíble que haya hecho una declaración de tanta enjundia sin el conocimiento del Rey o de su más directo entorno.
No habría sido entonces una casualidad que el portavoz de la Conferencia Episcopal Española hiciera en su momento aquella delicada y jaleada declaración que, aparentemente, trataba de dejar a salvo al Rey por haber estampado su firma en la nueva ley del aborto.
El escenario podría haber sido que ante la altísima probabilidad de una abdicación del Rey como consecuencia inevitable de que no hubiera sancionado la ley, su hijo en quien podría haber abdicado no habría podido sostener la Monarquía en España dando lugar a la instauración de una nueva República, caldo de cultivo idóneo para entronizar definitivamente en nuestra patria esa diabólica triada conformada por la cultura de la muerte, la dictadura del relativismo y la ideología de género, cuyo máximo abanderado en el mundo es el PSOE de Zapatero.
Esa muy realista posibilidad hubiera traído para la defensa del nasciturus y para España consecuencias mucho más graves y letales que la sanción de la nueva ley por parte del Rey. Y ante ese escenario, podría haberse optado desde el Vaticano por el ¨mal menor¨ de que el Rey estampara su firma sobre una ley aprobada por un Parlamento en que, no lo obviemos, la inmensa mayoría de sus diputados son abortistas, incluidos también la inmensa mayoría de los diputados de la oposición, tal como se demostró a lo largo de las dos legislaturas en que la Presidencia del Gobierno estuvo ocupada por un católico como Aznar, contando con una cómoda mayoría absoluta en una de ellas.
Y esa vergonzosa representación en la Cámara de Diputados y en el Senado, no es sino consecuencia de la generalizada indiferencia actual a los estragos de esa lacra que ha convertido a nuestra época en la de mayor abyección e iniquidad en las páginas de la historia de la humanidad, superando en atrocidad el terrible genocidio judío por parte de los nazis o las masacres perpetradas en sus propios países por parte de los gobernantes de izquierdas adscritos al comunismo marxista y maoísta.
Así pues, de haberse negado el Rey a firmar la nueva ley, la tensión social tan del gusto de Zapatero para llevar a cabo su demoniaca política de ingeniería social, se habría disparado a grados incontrolables y con consecuencias desconocidas. Las fórmulas empleadas en su momento por Balduino de Bélgica y Enrique de Luxemburgo, además de que no creo que ese método del me-voy-un-rato pueda dejar a salvo de culpa la conciencia de nadie, no habría funcionado en España y es muy posible que Zapatero haya jugado con esa posibilidad. Ya sabemos que en ese caldo de cultivo del caos y la inestabilidad institucional, la izquierda se ha sentido siempre como en casa y en su propia salsa.
El Magisterio de la Iglesia, ante la clara alternativa de que se pueda generar un mal mayor, admite que el gobernante católico pueda sancionar con su voto o su firma una ley o una acción de tipo político que lo evite, por más que el asunto del aborto no deja de ser desde todos los puntos de vista una ley criminal, que violenta de forma irreparable la ley natural y desprecia sin compasión alguna la inalienable dignidad del ser humano, como lo fue la anterior y toda ley que no defienda a ultranza la vida de los más indefensos e inocentes.
Se trataría de mirar con esperanza el futuro y jugar con los tempos necesarios para devolver poco a poco a la sociedad el conocimiento de la verdad en torno al pavoroso y terrible hecho de un pueblo que se está suicidando demográficamente; que, por encima de todo, ha perdido completamente el criterio para discernir entre el bien y el mal; y que, desgraciadamente, ante las imposiciones legislativas de los hunos y la pusilanimidad y utilitarista uso del poder de los otros, se ha terminado por imponer en España un consenso favorable al aborto que no se logrará deshacer a base del buenismo al uso, ni de fundamentalismos inútiles ni de exabruptos personales.
Y mucho menos se logrará, poniendo en duda en nuestros corazones y en nuestras conciencias de católicos, la santidad de la persona del Vicario de Cristo y de sus decisiones, por más que con nuestra cortedad de miras y escaso conocimiento de la historia de nuestra Iglesia y de su Doctrina y Magisterio, no seamos capaces de ver más allá de nuestras propias narices.
El Espíritu Santo está con nuestros pastores y la sabia y santa barca de Cristo que es la Iglesia, sobre la roca firme de Pedro, requiere de todos sus miembros, incluidos los fieles de a pie como nosotros, que la amemos y que asintamos con la razón las decisiones y posturas que se toman, para poder formular juicios correctos conforme al orden de la razón, que libere nuestra conciencia de la duda y la confusión, así como a nuestra voluntad de las torpes decisiones que podríamos llegar a tomar, para escándalo de otros, incurriendo en ese pecado que es tomar el nombre de Dios en vano.
Que Dios bendiga al Rey si, acuciado por un problema de conciencia, acudió a nuestra Madre la Iglesia para consultar su dificilísima decisión; y que Dios bendiga siempre a la Santa Iglesia de Cristo y al Santo Padre. Cierto que el Rey no ha sido siempre un eficaz defensor de la búsqueda del bien común en España en asuntos de tan capital importancia; pero no lo hemos sido tampoco la casi totalidad de los que nos decimos católicos o nos consideramos personas de buena voluntad, ya sea cuando hemos asumido una responsabilidad de gobierno o en el ámbito de nuestras vidas privadas. Démonos todos una oportunidad para enderezar poco a poco las cosas conforme al orden natural de la realidad, es decir y con todas sus letras, conforme a la ley natural que está impresa en el corazón de todos los hombres que pueblan la tierra.
Sin perder de vista que el implacable y diario exterminio de vidas humanas es de tal cuantía y, en consecuencia, tan radical y letal el irremediable derrumbe moral de la sociedad que desde la complicidad o la indiferencia lo está permitiendo, que a la mayor brevedad deberíamos todos, creyentes y no creyentes, elevar nuestro grito de socorro ante quienes podrían gobernarnos en un futuro muy próximo. Y decir todos es apelar a todos aquellos españoles de buena voluntad que creen en la dignidad del ser humano, en el valor absoluto de la vida y, por supuesto, en que la búsqueda del bien común debe ser siempre la meta de toda acción política y gubernamental.
No me cabe la menor duda que, de ser cierta como es razonable sospechar la irresponsable declaración del mencionado periodista, el Rey hará cuanto esté en su mano para que en el futuro se haga lo necesario en aras de revertir la espeluznante deriva a que hemos llegado en las tres cuestiones fundamentales para cualquier católico y persona de buena voluntad: vida, familia y educación. Así se lo habrían pedido en Roma, -¿quién sería capaz de ponerlo en duda?- como a lo largo de dos mil años lo ha hecho siempre el Magisterio de la Iglesia y los sucesivos Vicarios de Cristo.
Como católicos, votemos a los partidos cuyos estatutos e idearios estén en concordancia y armonía con el Magisterio de la Iglesia en esos tres fundamentales e ineludibles asuntos o, en su defecto, exijan y adviertan los que vuelvan a votar al partido de la oposición, -que para ganar sus primeras elecciones legislativas, eliminó entonces de su programa la defensa de la vida, gobernando durante ocho años sin mover un solo dedo en su defensa-, que no se le volverá a confiar el voto si no cambia esa deriva de la muerte de forma clara y rotunda, derogando toda ley que no defienda y proteja la vida del embrión desde el momento de su concepción, poniendo el acento y la urgencia en el apoyo a las madres embarazadas desamparadas.
Al menos, el Rey habría tenido la humildad y el valor de adoptar la más sabia de las decisiones: como católico, consultar su decisión con la Iglesia para un asunto de tanta trascendencia moral y que podría poner en peligro, esa es la verdad, la promesa de salvación y vida eterna que constituye la esperanza y la alegría de los creyentes. Por otra parte, la Monarquía no podría subsistir mucho tiempo en España si no asume su trascendental misión de ser ese árbitro que busque en todo y con todos el bien común, en cuya cúspide se encuentra la inviolabilidad y dignidad de la vida del ser humano, desde su nacimiento hasta su muerte por causas naturales.
Hagamos lo propio los creyentes y acompañemos sin fisuras a nuestra Iglesia en momentos tan difíciles para la fe en España y en el mundo entero. Si el Rey quisiera y a su edad está en condiciones de ver las cosas con la suficiente perspectiva, podría motivar e impulsar a la oposición cuando vuelva a gobernar para que revierta la nefasta deriva a la que, entre todos, hemos arrastrado a nuestra patria y a nuestros conciudadanos. La oposición sabe que de no dar ese paso adelante, ya no contará con más oportunidades en el futuro, tal como lo desearían esas vanguardias del Anticristo que gobiernan hoy en España y en el mundo entero.
Hemos mantenido durante décadas una actitud claudicante, irracional e irresponsable, permitiendo que las fuerzas del mal que se han enseñoreado de las izquierdas del mundo, todas ellas obedientes a las directrices de los verdaderos dueños de las cosas del planeta, impongan sin apenas oposición su nihilismo desesperanzado en la vida cultural, social, política y religiosa de España y del mundo entero.
Por último y por encima de todo en nuestra condición de católicos, pidamos a Dios en nuestras oraciones y asistiendo con toda la frecuencia posible al Santo Sacrificio de la Misa, luz para conocer su voluntad y fuerza para cumplirla; de lo contrario, todos nuestros esfuerzos y quejas serán tan inútiles como lo han venido siendo hasta la fecha.