No hay mejor retrato de una sociedad que su actitud ante la muerte y la tribulación. Millones de españoles han tomado por convención los aplausos diarios de ánimo a los sanitarios y las canciones de jubilosa resistencia. En el lado oscuro, miles de ancianos han fallecido y siguen muriendo, muchos de ellos tabulados por la impiedad utilitaria del triaje. Penan y mueren sin el aliento de los suyos ni extremaunción que valga. No han recibido ningún tipo de homenaje, ni aplauso, ni canción, ni tan siquiera el manido y peripatético minuto de silencio, sin mayor mención que la de las estadísticas. Como recreación del arte posmoderno, el cuadro descrito no tendría precio.
Si la emoción actúa como amo y señor de la presciencia, no habrá conocimiento que sobreviva a las arremetidas del sentimentalismo. Primando la emoción sobre la introspección, la primera solo puede causar consecuencias.
La pandemia actual ha traído de la mano una revelación: la diferencia entre la pasión cristiana y la pasión ciega. La Historia de la Filosofía invita a sospechar de los sentimentales. Los racionalistas (sus antagonistas naturales) no tardaron en hacerlo. Hume llegó a decir de Rousseau que no era más que un sentimental. Le definía como alguien que en su vida no había hecho otra cosa más que sentir. Un servidor agregaría que el sentimental es el tirano de los sentimientos: los exprime y desparrama a espuertas. Convierte la pasión en algo mundano, trivial.
El confinamiento ha deparado el sentimiento res publica como un espectáculo de masas: discursos gazmoños, aplausos masivos y eslóganes bucólicos clamando a la unidad popular. Léon Bloy en su obra En las tinieblas escribe portentosamente sobre la línea que separa las “almas superiores” de las medianías: la alegría no es lo contrario del dolor, ambas representan las dos caras de la misma moneda, del mismo heroísmo, el del “cristiano completo". No se ha encontrado jamás mayor grandeza humana que la de saberse dichoso en el sufrimiento, por la Cruz. Eterna e indeleble lección dada a los hombres por su Creador.
Distinta suerte corre para los sentimentales, que se encomiendan a los gobernantes que amamantan su sed de emotividad. Deshojan su tiempo entre la vida fabril y el ludismo, cuando todo va bien, y cuando un virus les da mala vida, su horizonte vital es una borrachera de aplausos diarios. En esas coordenadas la Providencia no encaja, toca correr un tupido velo ante el sufirmiento y la tragedia, pronto volverá la farra.
Al renunciar a las tres virtudes teologales del cristianismo (fe, esperanza y caridad), el hombre de laicidad fatua y sentimiento folclórico viste su desesperación de optimismo (un optimismo infundado u optimisticismo, permítanme la palabreja) y de solidaridad: la compasión sistémica, articulada a base de convencionalismos de filosofía barata, antropología animalizante, política estatista y espiritualidad vacua.
La espiritualidad del ser humano es insustituible y sus códigos religiosos irreemplazables. Al abandonarla, el ser humano no sabe arrostrar la tragedia, se esconde en desfogues pasajeros y en los rituales de postín que le ofrece el Estado.
Sus almas huyen del dolor como las gallinas y aplauden de gozo como los macacos. En medio de sus aplausos, escuchan el grito silencioso de los ancianos sometidos al triaje. Triste péndulo, entre el dolor y la felicidad, el que se gastan los sentimentales.
Lo que nunca sabrán los sentimentales y los gobiernos amamantadores de solidaridad sistémica es que caminando entre tinieblas, tal como dijo Bloy, “las almas superiores son extrañas a esa flotación” entre sufrimiento y felicidad. Hace ya más de dos milenios que aprendieron la mayor verdad jamas revelada: Deus Caritas Est.