Se suspenden las misas en una capilla de la Universidad de Barcelona, después de que grupos de estudiantes anticatólicos impidieran en varias ocasiones su celebración, mediante coacciones a los asistentes y actos sacrílegos variopintos. La autoridad universitaria, para justificar la suspensión, alega que no está en condiciones de garantizar la seguridad de quienes asisten a las misas; lo cual es tanto como reconocer que no está en condiciones de garantizar el imperio de la ley. Porque, hasta donde uno sabe, en España rige la libertad de culto; y la Universidad de Barcelona suscribió un convenio con el Arzobispado de Barcelona, por el que se comprometía a ceder un espacio para la celebración de misas. Allá donde la autoridad no se ejerce, tal autoridad ha dejado de existir.
La autoridad universitaria barcelonesa proclama que «hará todo lo posible para preservar el ejercicio de la libertad religiosa y el derecho a la libre expresión». Pero el «derecho a la libre expresión» no ampara que un grupo de estudiantes entre en una capilla, mientras se celebra misa, a comer bocadillos o hablar por teléfono móvil; ni tampoco que se impida la asistencia a un lugar de culto, o que se coaccione a los asistentes. Uno podría entender que en una dependencia de la universidad se autorizasen reuniones en las que un grupo de estudiantes exhortara a sus compañeros a no asistir a misa (aunque sospecho que la mayoría ya sigue tal indicación, sin necesidad de que se les exhorte a ello); o que el periódico de la universidad publicase artículos en tal sentido, siempre que no sean ofensivos contra la fe católica y que tales artículos puedan ser replicados por quienes opinan lo contrario. Pero hasta donde se me alcanza el ejercicio de la libertad de expresión no puede impedir el ejercicio de otros derechos o libertades; esto es, al menos, lo que a mí me enseñaron en los rudimentos del Derecho Constitucional. Impedir, perturbar o interrumpir la celebración de una ceremonia religiosa con violencia, amenaza o tumulto no es ejercicio de la libertad de expresión, sino conducta lesiva tipificada en el Código Penal. Y cuando tales conductas no se reprimen ni sancionan, hemos de concluir que se ampara el delito; o que se lo disfraza de ejercicio de la «libre expresión», lo que todavía se nos antoja más sórdido.
Pero detrás de este episodio barcelonés, que no es sino una expresión más del despepitado odium fidei que sacude Occidente, como un escalofrío premonitorio de los dolores del parto (y lo que nazca de ese parto no quiero ni imaginarlo), subyace algo mucho más grave que una mera dejación de responsabilidades por parte de la autoridad académica, siendo esto asaz grave. Y lo que detrás subyace no es sino el entendimiento —cada vez más extendido entre amplias capas de la sociedad, y alentado desde instancias de poder— de que la mera expresión pública de la fe católica es, en sí misma, conflictiva e indeseable; y que el mejor modo de evitar los problemas provocados por tal expresión de la fe es impedirla, o siquiera expulsarla de aquellos ámbitos donde pueda tropezarse con reacciones hostiles. Tales reacciones, por supuesto, no son espontáneas, sino inducidas por un clima laicista irresponsablemente azuzado desde instancias de poder; y, una vez instauradas, no harán sino ganar terreno, en su voraz apetito colonizador. Hoy se adueñan de una universidad, mañana lo harán de tal o cual barrio, pasado campearán triunfantes por doquier, expulsando a la clandestinidad la fe católica. Que en eso consiste, al fin y a la postre, la abominación de la desolación.
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