Le escuchaban los diplomáticos, pero no concedió un solo gesto a la galería. El Papa entiende la historia de la humanidad como una búsqueda incesante del Misterio que ha hecho el mundo y el corazón del hombre, por eso "la dimensión religiosa es una característica innegable e irreprimible del ser y del obrar del hombre, la medida de la realización de su destino y de la construcción de la comunidad a la que pertenece". De ahí la gravedad de la herida que suponen las múltiples violaciones, brutales o sutiles, que se dirigen contra la libertad religiosa en nuestro mundo. Benedicto XVI ha asumido de esta forma la defensa del núcleo más profundo de lo humano, y su discurso es un grito llamado a resonar en este océano de banalidad en que generalmente se ha convertido nuestro debate público.

Palabras duras, casi metálicas, las que ha dirigido para describir la situación de Oriente Medio, donde los cristianos (¡digámoslo una vez más!) "son ciudadanos originarios y auténticos, leales a su patria y, por ende, cumplen con sus deberes nacionales. Es normal que ellos puedan gozar de todos los derechos como ciudadanos, de la libertad de conciencia y de culto, de la libertad en el ámbito de la educación y... de los medios de comunicación". Y sin embargo sufren asesinato y extorsión para que abandonen la que es su tierra desde hace siglos. El Papa se ha dirigido a las autoridades, pero también a los "jefes religiosos musulmanes" para que garanticen la seguridad y el derecho de sus conciudadanos cristianos. Se acuerda también de los miles de trabajadores inmigrantes cristianos en la península arábiga, abogando por que reciban la adecuada atención pastoral, y pide a los líderes de Pakistán que abroguen la injusta ley contra la blasfemia, convertida en punta de lanza contra las minorías religiosas. Apenas se concede el Papa un instante de sosiego para recordar con suavidad que "la veneración a Dios promueve la fraternidad y el amor, no el odio o la división". Por último, y a pesar de las amenazas del régimen chino para que se mantenga al margen, recuerda la dura situación de los fieles y pastores de China continental, reclamando a sus autoridades que "los creyentes no tengan ya que debatirse entre la fidelidad a Dios y la lealtad a su patria", y que se garantice a la comunidad católica la plena autonomía de organización y la libertad de cumplir su misión".

Pero Benedicto XVI habla también de Occidente, donde "se tiende a considerar la religión, toda religión, como un factor sin importancia, extraño a la sociedad moderna o incluso desestabilizador, y se busca por diversos medios impedir su influencia en la vida social". El Papa denuncia las leyes que limitan el derecho a la objeción de conciencia, el intento de desterrar de la vida pública fiestas y símbolos religiosos, especialmente el crucifijo (a pesar de ser un símbolo portador de valores universales), así como la tentación de crear un monopolio estatal educativo y la imposición de "cursos de educación sexual o cívica que transmiten una concepción de la persona y de la vida pretendidamente neutra, pero que en realidad reflejan una antropología contraria a la fe y a la justa razón". Alguno se rasgará las vestiduras.   
 
El Papa tampoco esquiva un debate especialmente relevante para la sociedad española: "los  intentos de oponer al derecho a la libertad religiosa unos derechos pretendidamente nuevos, promovidos activamente por ciertos sectores de la sociedad e incluidos en las legislaciones nacionales o en directivas internacionales, pero que no son, en realidad, más que la expresión de deseos egoístas que no encuentran fundamento en la auténtica naturaleza humana". Por el contrario, la libertad religiosa tiene un papel central en la defensa y protección de la dignidad inviolable de cada ser humano. Bien reconocía un filósofo laico y de izquierdas como Habermas que la gran teología medieval y la Escuela de Salamanca estaban en el origen de la conquista de las instituciones democráticas y de la afirmación de los derechos del hombre.    

El discurso concluye con un crescendo de afirmación positiva, retomando las intervenciones en Londres (Westminster Hall) y en la sede de Naciones Unidas. En ellas el Papa rechazar con firmeza que la religión constituya un problema para la sociedad, que sea un factor de perturbación o de conflicto. Por el contrario el hombre que busca sinceramente a Dios no puede sino sentirse hermano de quienes recorren junto a él el camino la vida, y por tanto se siente invitado siempre al perdón, a la reconciliación y a la construcción trabajosa del bien común. Y viceversa, quien se embarca con sinceridad y nobleza en el servicio de la justicia y de la paz no podrá sino acercarse de una u otra forma al Misterio, no podrá sentir como enemigos a los creyentes, aunque no comparta plenamente su patrimonio de experiencia y de valores. Y así se entiende una laicidad abierta y un diálogo vivo entre todos los caminos religiosos. Un discurso para la historia.

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