Con ocasión de los diez años del Papa Francisco se han escrito artículos que abundan en perspectivas sociopolíticas y escasean en las teológicas y eclesiales. Consciente o inconscientemente, se considera que el Papa está por encima de la Iglesia y puede actuar en ella como quiera. Quienes se felicitan porque Francisco ha acabado con un ejercicio del papado al estilo de un monarca absoluto, le critican que no haya hecho reformas en la doctrina sobre el matrimonio homosexual, el sacerdocio femenino, el aborto y la eutanasia o el celibato. Se le exige, por tanto, que sitúe su ministerio «sobre la Iglesia» y no «en la Iglesia».
Como explica la eclesiología, el primado de Pedro sólo puede ejercerse en la obediencia a la Escritura y a la Tradición porque el Papa es un discípulo de Cristo que no puede situarse por encima de la Iglesia en cuestiones esenciales a su estructura y a la verdad cuyo origen se remonta a la creación y a la redención. ¿Es tan difícil entender que el aborto y la eutanasia son terribles atentados contra la vida y su Creador? Ningún Papa puede decir lo contrario. El Papa debe «obediencia a la fe» (San Pablo) como cualquier cristiano.
Con la muerte del último apóstol se cierra el proceso constituyente de la Iglesia, de manera que tanto el Papa como los obispos son custodios de ese proceso que deben respetar. Es verdad que la exposición del dogma evoluciona de forma homogénea (Leo Scheffczyk), pero no cambia su contenido, sino el modo de presentarlo. En cuestiones como el celibato, de derecho eclesiástico, el Papa tiene potestad para cambiar la disciplina, pero, como decía San Juan XXIII, el hecho de ser Papa no le autoriza sin más a dar un vuelco a una venerable y fecunda praxis eclesial. Digamos de pasada que también en la Ortodoxia existe el celibato. Los sacerdotes se casan antes de recibir la ordenación, no después. Y los obispos, que suceden a los apóstoles y poseen en plenitud el sacerdocio, son elegidos entre los monjes, que, sin excepción, son célibes.
Cuestiones como el sacerdocio femenino y el matrimonio de personas homosexuales no entran en el ámbito de las decisiones papales, sencillamente porque su autoridad está limitada por lo que Dios ha hecho en la creación -ley natural- y Cristo ha determinado para la Iglesia con autoridad divina. Por esta razón, el documento de San Juan Pablo II sobre el sacerdocio femenino afirma que la Iglesia «no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres», lo que «debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (Ordinatio sacerdotalis). Si se estudian con seriedad las razones, se entenderá por qué el Papa Francisco afirma que en esta declaración se ha dicho la última palabra. No sólo es cuestión de fe, sino de razón (lógica y teológica).
Decir que este Papa no ha hecho cambios doctrinales es desconocer que por «doctrina» no solo se entiende lo referido al dogma, sino a las cuestiones que se derivan de él. Y Francisco, en este sentido, ha hecho cambios y avances doctrinales. Si por cambios de doctrina se entiende cambios en la fe y en la moral, el Papa es consciente de los límites de su autoridad en la Iglesia. Todos los Papas sin excepción están marcados por el signo de la contradicción de Cristo y tienen que asumir la incomprensión de quienes entienden su ministerio desde el poder absoluto y no desde el servicio. Ya le dijo claramente Jesús a Pedro que, cuando fuera viejo, le llevarían a donde no quisiera, en clara alusión al martirio. No es el Papa quien tiene que cambiar su chip, es la sociedad la que debe conocer mejor qué es la Iglesia y qué lugar ocupa en ella el ministerio de Pedro.
Monseñor César Franco es obispo de Segovia.
Tomado del portal de la Cadena COPE.