Recientemente comentábamos en un grupo de amigos que, con frecuencia, muchas bodas civiles son frías, secas, formales. Me refiero principalmente, aunque no solo, a su realización, en el juzgado o en el Ayuntamiento.
Es, a fin de cuentas, un mero trámite administrativo, como la firma de un contrato de teléfono con tal operadora o la compraventa de una finca en la notaría; un contrato civil entre dos personas, asumido como un trámite necesario para garantizar otras cosas, como puede ser un permiso laboral en ciertas circunstancias o una herencia. Así lo reconocen muchos de los casados solo civilmente.
El derecho positivo, o sea "creado" por el hombre, no puede llegar al fondo del matrimonio. Se queda paseando por la punta de este iceberg.
Y quizás deba ser así, porque creo que el derecho positivo nunca podrá llegar a las profundidades del corazón. Se queda en el aspecto externo de la voluntad, en la materialidad de unos actos externos. Tanto es así que en un juicio nunca se juzgan las intenciones, a menos que estas hayan sido manifestadas, constatables empíricamente.
Frente a esta limitación del matrimonio civil/trámite administrativo, la Iglesia siempre ha enseñado que el matrimonio, el matrimonio entre católicos, es un sacramento.
El sacramento, mysterium en griego, es algo quasi divino. Es una realidad material, visible, tangible, pero que significa mucho más, esconde y manifiesta, realiza, la acción de Dios. El Catecismo define los sacramentos, fenomenológicamente, como: "los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento".
Estamos ante una realidad sobrenatural expresada en palabras e imágenes humanas, en "ritos visibles... que significan y realizan la gracia". Recordemos que no puede haber sacramento de la Eucaristía sin pan y vino, ni sacramento del Bautismo sin el agua que se derrama sobre el bautizado, ni matrimonio sin que haya un varón y una mujer que expresan su entrega y consentimiento mutuo.
La tradición cristiana ha definido al ser humano como imagen de Dios. Y no es solo el hombre (varón y mujer) en su realidad individual; esa imagen de Dios también se realiza en su llamada a la comunión, al matrimonio. "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer. Y serán los dos una sola carne" (Gn 2, 24). Nos acercamos al centro de ese iceberg.
Es significativo el paralelismo, en el versículo antes citado, entre "lo creó" y "los creó"; ambas realidades, el hombre como ser humano, y el hombre en su cuerpo y su diferencia sexual, son imagen de Dios. También el matrimonio como comunión de personas es imagen de esa misma comunión trinitaria, esencia de Dios, que es principalmente Amor.
Juan Pablo II, en la Carta a las Familias, profundiza en este concepto. Ahondando en el fundamento escriturístico del matrimonio, nos recuerda que el cosmos está inscrito en la paternidad de Dios, como su fuente de la que procede toda paternidad, en el cielo y en la tierra(cf. Ef 3, 14-16). De ahí la importancia que tiene la paternidad de Dios, como fuente de todo.
"El hombre es creado a imagen de la Trinidad. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino".
¿Qué hay en el interior de este iceberg llamado matrimonio? Instintivamente, y en todas las culturas, el matrimonio se relaciona con una palabra: amor. Y un amor que se difunde, se expande, se transmite, llega a la fecundidad de una familia.
Se trata de un amor hecho entrega sincera, fidelidad.
Y sin esto, el iceberg se queda hueco, vacío, con poca resistencia. Un iceberg fácilmente quebradizo, que no aguanta las dificultades normales de la vida diaria.
Dura un año, dos, cinco, pero termina rompiéndose, privando de su ámbito y hermosura a sus miembros. Y este drama afecta al varón, a la mujer y a los hijos, si los hay.