"Al hombre contemporáneo le cuesta comprender esta gran verdad de que sólo en el marco personal y social del matrimonio y de la familia, trazado y construido según Dios, puede encontrar salida, camino y vía de salvación para los grandes problemas que le aquejan en el momento actual". Son palabras del cardenal Rouco ante la ya próxima celebración eucarística que congregará a miles de familias de España y Europa el próximo 2 de enero en la plaza de Colón de Madrid. 

Y tiene razón, al hombre contemporáneo le cuesta y mucho ese reconocimiento. Y por eso los católicos no podemos hablar de la familia como si no se diera esta dificultad, sino que debemos afrontar el desafío de testimoniar la verdad y belleza del matrimonio en un contexto de incomprensión y rechazo, sin dar nada por supuesto. Por otra parte la dificultad no es nueva. De nuevo el cardenal llama la atención sobre el hecho de que al hombre le ha costado a lo largo de la historia "comprender, afirmar y asimilar en la práctica la gran verdad del matrimonio y de la familia". Otra gran verdad que debemos tener presente. Porque con frecuencia hablamos como si esa verdad fuese evidente y natural desde el primer momento, como si no hubiese sido necesario el acontecimiento de la Encarnación que ahora celebramos y siglos de paciente educación, para que la verdad integral del matrimonio y de la familia calase en la cultura y se reflejase (nunca por completo) en las legislaciones.

Ha costado, sí. Porque aunque la familia es el ambiente más querido, la comunidad más adecuada para que la persona se introduzca en la realidad y aprenda a vivir en ella, es también el lugar en el que se manifiesta con más crudeza la propia debilidad, la insatisfacción que nos persigue, el dolor por el propio límite y la pretensión abusiva sobre los otros. Siempre que me piden hablar de la familia experimento esta doble sensación: la gratitud y la dulzura que inmediatamente rodean a este reclamo, y el dolor que provoca el daño realizado a los más queridos, la incapacidad de estar a la altura de un desafío tan grande: amar para toda la vida, con pureza y gratuidad totales. A fin de cuentas ya lo entendieron aquellos rudos galileos que escucharon estupefactos la propuesta de Jesús: "Señor, para eso no trae cuenta casarse". Y el Maestro no les reprendió, sino que con sencillo realismo les dijo que lo que para ellos era imposible, es posible para Dios.

A todo ello se une, naturalmente, que los maestros de la sospecha han sembrado durante cuarenta años una cizaña perversa con la complicidad suicida de no pocos poderes públicos y el altavoz de unos medios de comunicación empeñados en la tarea de demoler la tradición moral y cultural de Occidente. Éste es un dato que no podemos olvidar y que nos llama también a afinar nuestra propuesta. No basta repetir el enunciado de ciertos valores como si fuesen obvios, cuando han sido objeto de un fuego graneado del alba a la noche. Hace falta que afloren de nuevo las razones, hace falta suscitar de nuevo la experiencia de familia, y para eso no basta un discurso por sólidamente trabado que esté. Hace falta un testimonio que implique razón y afecto, palabra y carne, caridad y cultura nueva.          

Así que nuestro testimonio debería abandonar toda prepotencia y toda tentación de condenar. Debería ser la narración humilde y apasionada de un encuentro que nos ha hecho capaces de reconocer el valor infinito de la mujer y del marido, de los padres y  de los hijos, que nos permite esperar sin límite, creer sin límite y perdonar sin límite, como dice el Apóstol que mejor ha entendido estas cosas, pese a lo que digan algunas feministas de medio pelo. Las heridas dolorosísimas de la convivencia, la violencia que conlleva pretender que el otro te dé lo que no puede darte, el desgaste y el cansancio del tiempo, son cosas que no nos resultan extrañas a nosotros, cristianos. Somos de la misma pasta que los hijos de esta generación, a la que como ha dicho tan certeramente el cardenal, le cuesta tanto reconocer qué es y cómo se vive la familia.

Por eso estar el 2 de enero en la plaza de Colón no puede ser un mero acto de auto-celebración, ni una mera demostración de poderío social. Es en primer lugar Eucaristía, o sea, acción de gracias por el bien inmenso de nuestras familias, un bien que no hemos conquistado ni merecido sino que se nos ha dado, y eso sí, hemos tenido la inteligencia y la libertad de aceptar y mantener en el tiempo de nuestra vida. E incluso eso, gracias a la compañía maternal de la Iglesia. Es verdad que la propia liturgia celebrada al aire libre es ya en sí misma un gesto misionero, por la belleza de sus gestos y la elocuencia de sus palabras. Pero también son importantes las palabras que nacen de este gesto y que pueden llegar a los lugares más insospechados. Y es importante que allí llegue la vibración de la humanidad que Cristo nos ha comunicado, la única que salva todo lo humano, también esa realidad maravillosa y dura, imprescindible pero dolorosa, fuente de paz pero también escenario del combate de la vida, que se llama familia. Allí nos vemos.

www.paginasdigital.es