En muchos países del mundo se están aprobando leyes de Educación cuyo principal objetivo es asfixiar a los colegios que dirigen las congregaciones religiosas. Da igual que tengan una gran demanda; da igual que estén muy bien valorados; da igual que se pisoteen los derechos de los padres a elegir la educación de sus hijos; da igual que muchas de sus escuelas se encuentren en los barrios más miserables y paupérrimos: el Estado-rodillo quiere monopolizar la Educación (el adoctrinamiento, más bien) como herramienta para lograr sociedades uniformes, obedientes, acríticas y mansurronas.
Y, claro, uno de los principales escollos con los que se topa el Estado-rodillo es la Iglesia católica -especialmente, sus congregaciones religiosas-, que lleva dos milenios educando personas en todo el planeta. En España se avecina la Ley Celaá, amplísimamente contestada, y a la que los católicos y todos los que creemos en la libertad nos oponemos rotundamente.
Pero, a la vez, uno no puede evitar lamentarse al contemplar en lo que se han convertido muchas veces los colegios regentados por congregaciones religiosas. Y subrayo lo de muchas veces porque, evidentemente, hay honrosas excepciones. Pero me temo que son las menos. Ésa es, al menos, la conclusión que uno saca por lo que conoce y por lo que le cuentan numerosísimos padres católicos que llevan a sus hijos a un colegio religioso esperando encontrar una buena formación cristiana -aparte de la académica- y se topan con curas y monjas mundanizados y un mensaje aguado del Evangelio, cuando no abiertamente opuesto a las enseñanzas de Jesús y de la Iglesia.
“Si quieres que tu hijo mantenga la fe católica, no le lleves a tal o cual colegio religioso”, me han llegado a decir en varias ocasiones padres preocupados por la formación de sus hijos.
Muchos consagrados, quizás con un deseo inicial lícito y bueno de querer acercarse a los jóvenes y a sus maneras de pensar actuales, han rendido parcelas del Evangelio al asegurar que están anticuadas y desfasadas. Se han convertido en pastores que han abierto el redil de sus ovejas para que entren los lobos porque, total, si no les abro, saltarán igualmente la valla.
El panorama que presentan ahora muchas de estas instituciones educativas es desolador: difunden y propagan sin ambages herejías y errores como la ideología de género, la licitud de las relaciones sexuales libres, la homosexualidad, el panteísmo, el relativismo. Han reducido la fe a un buenrollismo, a la solidaridad, al diálogo, a la ecología, a la amistad y a hacer cosas buenas y bonitas. Han eliminado la trascendencia, sustituyéndola por proyectos humanos ajenos al anuncio de la Buena Nueva. Han perdido toda la fuerza del mensaje del Evangelio y han introducido doctrinas extrañas a Él, prostituyéndolo y olvidando que “el cielo y la tierra pasarán, pero ni una coma de la ley se cambiará” (Mt 5, 18).
Decidieron subirse a la modernidad, y cometieron la tremenda torpeza de la que ya advertía Oscar Wilde: “No hay nada más peligroso que creerse excesivamente moderno. Corre uno el riesgo de quedarse súbitamente anticuado”. Por eso, los colegios se hicieron mixtos, suprimieron los uniformes y relajaron la sana disciplina y autoridad; los religiosos se mundanizaron, colgaron los hábitos para vestirse de calle por estar más cerca de la gente y dejaron de lado la oración y los sacramentos -y, en muchas ocasiones, ridiculizando y marginando a los hermanos que mantenían esa línea-; hicieron gala de una pasmosa imprudencia y de una elemental falta de discernimiento en todas sus acciones y comenzaron a admitir a profesores que vivían y predicaban en franca oposición a la doctrina de Cristo y de su Iglesia. La lista de los errores y aberraciones es casi interminable.
Claudicaron por un plato de lentejas, en gran medida, para no perder el concierto económico con el que les chantajeaban los gobiernos. Prefirieron ceder y ceder -y traicionar y traicionar- antes que desprenderse de sus colegios y obras. Les fueron debilitando, y se dejaron debilitar, seducidos por falsas promesas. Y, cuando les vieron lo suficientemente débiles, les remataron, que era lo que querían desde el principio. Quizás ya sea tarde para defender lo que no defendieron entonces
Esos religiosos ahora son pocos, mayores y habitan en caserones inmensos; muchas veces se muestran agrios y malhumorados; reivindicativos, que no proféticos; luchando batallas que no son las del Evangelio, sino las del mundo, enredados en sus propias cuitas internas e insignificantes, donde tampoco está Dios. Buscaron el aplauso del mundo más que el del Señor al que decían haberse consagrado. Prefirieron las obras de Dios antes que al Dios de las obras.
Mutilaron la Palabra saltándose los pasajes que eran más molestos para la mentalidad actual; matizaron y hasta corrigieron a sus santos fundadores, afirmando que son de otra época, que los tiempos han cambiado y que no hay que ser tan exagerados, y ocultaron y renegaron de sus mártires, ¡los de sus propias congregaciones que apenas unas décadas antes habían dado su vida entera por amor y desde el perdón! Esa sangre no les resultaba cómoda; ahuyentaba más que unía, decían y hay que tender puentes y tratar de reconciliar, aunque eso signifique renunciar a la verdad y aceptar mentiras históricas.
Enseñaron a sus alumnos un Dios descafeinado, blando, domesticado y suave y no entienden ahora por qué no lo siguen, por qué esos miles de jóvenes de sus colegios han abandonado la Iglesia y el Evangelio. Pero, ¿se habrán preguntado alguna vez si ellos mismos creen en Dios y en su Palabra? Y, si es así, ¿por qué esas caras rancias, avinagradas y aburridas; por qué esas reacciones airadas, desagradables, antipáticas, despectivas, altaneras, agrias y destempladas?
En cambio, ¡qué contraste con esas religiosas a las que ellos, despectivamente, tildan de conservadoras! ¿No ven sus caras sonrientes, sus miradas de paz? ¿Eso no les interpela? ¿No les hace plantearse que, quizás, algo tendrían que cambiar? Torpedearon a aquellas comunidades que veían vivas y con vocaciones, diciendo que eran rancias y retrógradas, tratando de hacerles la vida imposible. ¿Por qué lo hicieron? ¿Porque buscan el Reino, o porque se dejaron llevar por celos y envidias?
Recuperar el amor primero: tal vez, ésa sea la única forma de evitar la lenta agonía de las congregaciones religiosas.
Publicado en Actuall.