La dilatada carrera periodística de Peter Steinfels ya incluía años de servicio como director de Commonweal (en cuyo despacho me llevé más de una bronca), seguidos de una década como redactor jefe de Religión en el New York Times. Steinfels ha hecho ahora un gran servicio a la Iglesia católica en Estados Unidos –a la sociedad norteamericana en general– diciendo algunas verdades incómodas sobre el informe del gran jurado de Pensilvania de agosto de 2018 sobre los abusos sexuales del clero en seis diócesis del Keystone State [apodo de Pensilvania: literalmente, “el estado piedra angular”, como es conocido por estar en el punto clave de un hipotético arco formado por las 13 primeras colonias]. Su largo artículo “El informe del Gran Jurado de Pensilvania: no es lo que parece”, publicado el 9 de enero en Commonweal, es lectura obligada para quienes estén dispuestos a lidiar con los problemas relacionados con el abuso sexual y los fallos del episcopado en la Iglesia. [Pincha aquí para leer el análisis de ReL sobre el artículo de Steinfels.]
Como a cualquiera con un mínimo de sensibilidad moral o sentimientos humanos, a Steinfels –desde hace tiempo uno de los líderes del ala progresista del catolicismo estadounidense– le repugnaron las explícitas historias de depredación sexual contenidas en el informe del gran jurado, que el fiscal general de Pensilvania, Josh Shapiro, presentó con gran fanfarria el pasado 14 de agosto. Sin embargo, a diferencia de otros periodistas que se tragaron el anzuelo de la morbosa presentación de Shapiro, Steinfels se leyó realmente el informe entero, y luego se tomó la molestia de filtrar sus cientos de páginas para ver si los datos respaldaban la acusación de que “los sacerdotes violaban a niños y niñas pequeños y los hombres de Dios que eran sus superiores no solo no hicieron nada, sino que lo ocultaron todo”.
Tras las que deben haber sido semanas de meticulosa investigación, Steinfels llegó a una conclusión dura, pero, en mi opinión, convincente: la oficina del fiscal general Shapiro produjo “un informe inexacto, injusto y esencialmente engañoso”, cuyos “defectos no deben quedar encubiertos por su estilo vehemente, su estructura confusa o su descomunal tamaño”.
Steinfels no ahorra epítetos la Iglesia, y con razón. El informe de Pensilvania “documenta décadas de nauseabundas violaciones de la integridad física, psicológica y espiritual de niños y jóvenes. Documenta que muchas de esas atrocidades podían haber sido evitadas apartando inmediatamente de toda función y ministerio sacerdotal a los agresores sobre los que pesaba una sospecha creíble. Documenta que algunos de esos fallos –aunque ni mucho menos todos– se debieron a que la preocupación principal fue proteger la reputación de la Iglesia”.
Pero luego pide cuentas al fiscal general Shapiro: “¿Qué es lo que no prueba el informe? No prueba las acusaciones sensacionalistas incluidas en su introducción (esto es, lo único que leen la mayor parte de los periodistas y editorialistas), a saber, que durante setenta años las autoridades católicas, virtualmente al unísono, supuestamente abandonaron a todas las víctimas y, ante los terribles crímenes cometidos contra niños y niñas, no hicieron absolutamente nada, salvo encubrirlos. Esta acusación sucia, indiscriminada e incendiaria, no sustentada por las pruebas del propio informe, por no decir nada de las pruebas que el informe ignora, es realmente indigna de un cuerpo judicial responsable de una justicia imparcial”.
¿Lo harán mejor otros estados? Será así –apunta Steinfels– solamente si los informes de investigación del gran jurado o del estado “se escriben de forma que expresen el necesario y justificado rechazo a crímenes contra niños y jóvenes, sin enterrar todos los esfuerzos de análisis en un lodazal de agravios”, como hijo el gran jurado de Pensilvania.
El abuso sexual de jóvenes es una plaga en toda la sociedad. Desde la crisis de abusos 1.0 en 2002, ninguna institución en Estados Unidos ha hecho más que la Iglesia católica por reconocer la plaga, acercarse a las víctimas y poner en marcha medios para prevenir que sigan ocurriendo. Es necesaria una reforma más profunda en la Iglesia, y más eclesiásticos rendirán cuentas por su grave irresponsabilidad. Pero en el combate contra este mal dentro de la Iglesia, el catolicismo estadounidense ha aprendido algunas cosas de las que se podrían aprovechar quienes quieran enfrentarse a la repugnante realidad del abuso sexual. Sin embargo, si otros fiscales generales siguen el camino abierto por el de Pensilvania, Josh Shapiro, y refuerzan la falsa impresión de que en la Iglesia católica existe ahora una cultura de violación infantil y encubrimiento institucional, nadie buscará en el catolicismo norteamericano modelos para afrontar la plaga.
Y eso no sería malo solo para la Iglesia; sería malo para toda la sociedad estadounidense. Dejen pues que la iglesia, a la vez que coopera totalmente con las agencias de investigación públicas, cree y mantenga un panel formado por prestigiosos jueces ya jubilados (preferiblemente no católicos) que revisen los informes que proceden de esas investigaciones y publiquen luego un análisis sobre la probidad, imparcialidad y fiabilidad de cada informe, sin que las autoridades de la Iglesia puedan modificar las conclusiones del panel.
Publicado en The Catholic World Report.
Traducción de Carmelo López-Arias.