En aquella primera Navidad aparecen unos pastores que fueron los primeros en adorar al Niño y unos magos que posteriormente también fueron a adorarle. Tanto los sin techo como los reyes se postran ante el Niño y le adoran, siendo el adorar postrados la postura más adecuada de la criatura ante el Creador. Todos ellos Le ofrecieron lo que tenían: los pastores, leche y algún cordero, los magos unos presentes de oro, incienso y mirra.

Los evangelios también nos narran que aquella noche hubo cánticos de ángeles en el cielo y que tanto los pastores como los magos se fueron llenos de alegría. Sus dones habían sido aceptados por José y María, que representaban al Rey de los judíos, entrando así, también ellos, a formar parte de ese suceso maravilloso de la Redención.

El filósofo Leonardo Polo afirma que lo más alto (o sublime) de la persona humana es aceptar y que este es superior al donar porque “sin aceptación no cabe dar, sería un dar solitario, inacabado, trágico” (Antropología Trascendental, pág. 248). Esto nos permite preguntarnos si este aceptar puede ser un camino de mejora para todo el mundo. Para que esto sea posible, la santidad debería ser asequible para todos, independientemente de sus circunstancias históricas, sociales, culturales, etc.

Aunque en épocas pretéritas la santidad ha estado ligada, mayoritariamente, a la perfección en determinados estados, principalmente el sacerdotal y el consagrado o religioso, si cambiamos el foco y miramos a los santos, tanto actuales como de los primeros siglos, lo que observamos es que en todos ellos se da la misma constante: hicieron la voluntad de Dios por encima de sus propios proyectos y fueron aceptados por Dios con las palabras “Bien, siervo bueno y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mt 25, 23).

La santidad, por lo tanto, no está en hacer muchas cosas sino en contemplar a Dios en la tierra, escucharle y aceptarle. Sólo contemplando a Dios en la tierra podemos tener ese amor más fuerte que la muerte, que nos permitirá alcanzar el cielo, como es el caso de aquellas personas que han sido proclamadas santos por la Iglesia. Claro que, sin esfuerzo, nuestra naturaleza nos lleva a pensar principalmente en nuestra felicidad terrenal, que siempre es “un tener”.

Para llegar al “ser”, para crecer como personas, tenemos que trascender nuestra propia tendencia al “tener”, para así comenzar a vivir fuera de las coordenadas espacio-tiempo, proceso que no podemos culminar solos. Y no lo podemos culminar solos porque no lo podemos comenzar solos.

Así como la existencia no la poseemos por nosotros mismos, nos la han dado nuestros padres junto al Creador, el camino que tenemos que recorrer en esta vida tampoco lo podemos recorrer en solitario.

Benedicto XVI define a la persona como relación y la denomina referibilidad. Leonardo Polo, por otro lado, descubre, con la sola razón, que somos seres co-existentes y que, por lo tanto, sólo podemos alcanzar la plenitud con-otro, o lo que es lo mismo, que radicalmente somos hijos. Es decir, para ambos pensadores, la persona no puede ser sola. Así, desde esta concepción de la persona, el filósofo llega a escribir que “si Dios es Persona al menos tienen que ser dos” (Epistemología, Creación y Divinidad, pág. 315).

Es Jesucristo quien nos revela que Dios son tres personas y además nos dice sus nombres y sus relaciones. El Hijo procede eternamente del Padre, estableciendo una relación de filiación con Él y ambos establecen una relación de amor donal tan plena, que es una persona: el Espíritu Santo que procede del amor del Padre y del Hijo. Tres personas divinas y un solo Dios verdadero.

La Redención de la humanidad comienza cuando el Hijo acepta la voluntad de su Padre y asume la naturaleza humana para cargar con toda la culpa de toda la humanidad. Esta aceptación del Hijo reclama la aceptación de una virgen para que pueda asumir de ella la humanidad, lo que se hace realidad en María con ese “Fiat” que pronunció en Nazaret.

El Padre engendra al Hijo en la eternidad (fuera de las coordenadas espacio-tiempo) y María, junto con el Espíritu Santo, engendra a Jesucristo en el espacio-tiempo.

Este es, sin lugar a duda, el instante de máxima alegría del Padre, que da la Vida, y el instante de alegría máxima del Espíritu Santo y de María que nos dan a Jesucristo para que nos de la Vida. Esa es la Navidad: la fiesta de la alegría divina.

El camino del cristiano ha de transcurrir siempre en alegría, que es compatible con estados de ánimo infelices y con el sufrimiento, porque la alegría es un don divino que nada ni nadie nos puede quitar en la tierra excepto el pecado, que es romper la relación con nuestro Creador. Es más, el sufrimiento está muy cerca de la alegría cuando se comparte con nuestra “réplica”, porque entonces es un dolor cauterizante y no un fruto amargo del egoísmo.

El “truco” para conservar la alegría y ser feliz en la tierra está en ser contemplativos como María, que contempló durante todos los instantes de su vida a su Hijo. También está en aceptar continuamente lo que Dios nos tiene preparado a cada uno de nosotros y no en decirle a nuestro Padre lo que nos tiene que dar, porque nosotros queremos “tener” y Él lo que quiere es nuestra réplica: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Prv 23, 26).

Ese es camino del hombre en la tierra al ser aceptados por el Creador, un aceptar y un donar que culminan en un continuo contemplar y que resume muy bien aquella gran contemplativa que es Santa Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”.