Todos los años es lo mismo, pero a mí no deja de sorprenderme. La gente se alborota de tal manera con la lotería de Navidad que pareciese que alguien les ha soplado el número al oído, convencidos de que este año sí - y a esta ya va la vencida -, que les tocará la bendita lotería.
           
Bien es cierto que la Lotería Nacional tal como la conocemos nace a comienzos del siglo XIX y tuvo un gran arraigo en la sociedad española. Quizás por ello, vivió un gran auge en tiempos de penurias económicas, e incluso cuando las cosas andaban algo mejor y los españoles más acomodados se apretaban en un seiscientos y trabajaban durante todo el sábado. Pero entonces la suerte era aquel ángel de la guarda que algún día ansiaban ver, y aquel billete constituía la compra de un sueño que les permitiese vivir con menos sacrificios. Aunque de todo habría, claro está, como siempre. 
           
Sin embargo, desde que yo tengo memoria – una memoria de bonanza y bienestar -, en la mayoría de los casos de este país, el frenesí lotero no obedece a la necesidad económica, sino creo yo, a la avaricia. Bien es verdad que las participaciones son una forma de recaudar dinero para ayudar a miles de asociaciones loables y dignas, pero también es verdad que cuando toca devolver apenas algunas monedas, muchísimos españolitos intentan recuperar lo invertido, y aunque la cifra sea ínfima y ridícula, olvidan fácilmente que aquella participación tenía el fin de ayudar a otros. Esto lo he constatado yo muchas veces, y he sentido cierta vergüenza ajena.
           
En general, en España no se juega por necesidad y tampoco por solidaridad. En España se juega por ambición y tradición. La gente se arracima sobre las participaciones con celo y prudencia, no sea que pudiese tocar la fortuna cerca de ellos sin que la metralla de los euros les salpique. En algunos casos, hasta se convierte en obsesión, intentando acaparar participaciones de todos aquellos establecimientos a donde son asiduos. Otros, incluso, llegan a soñar con el número que va a tocar, y algunos son capaces de atravesar la península por conseguir exactamente aquel número que coincide con las cifras del día de la final España – Holanda o cualquier otra ocurrencia semejante. Todos están convencidos de que así sus posibilidades se incrementan, de que de alguna manera están rozando la fortuna, como si hubiese algún gran organizador escondido en el más allá.
           
Y en el fondo yo creo que es esto: la gente, en lo más profundo de su ser desea estar convencida de que la suerte es un dador, un benefactor que otorga la gloria guiñando un ojo a los más atentos y avispados, a aquellos que apostaron por aquel número y no por ningún otro. Casi nadie se para a pensar que las posibilidades de que les toque la lotería son prácticamente nulas entre los millones de números que participan, sin embargo confían en que “esa suerte” les sonría por algún motivo inexplicable para ellos. Ese motivo inexplicable que por supuesto no se quieren explicar.
           
Desde mi punto de vista, como sucede desde que existe la humanidad, los hombres llevan inserta esa innata certeza de que existe una realidad superior que lo domina todo, aquella misma realidad que susurraba el ganador correcto al afamado Pulpo Paul. A todos les tintinea en el corazón la presencia de ese Dios creador que vela por justos e injustos, aunque no todos levanten sus ojos al horizonte para verlo. Por el contrario, los hombres continuamos obsesionados con lo material, atrofiados por aquellas apetencias mundanas que nos encadenan como al desgraciado Sísifo.
           
La avaricia material que vivimos en Europa está claramente asociada a la crisis de valores y moral que esclerotiza nuestra sociedad, y a su vez, no nos equivoquemos, también es responsable de este vaivén económico actual. Si en Navidad estuviésemos más pendientes de intentar vislumbrar el Misterio que entraña el nacimiento de Jesucristo en el siglo I, que obsesionados por acumular más bienes innecesarios para nuestra verdadera felicidad, entonces os aseguro que todos tendríamos la certeza de que la lotería hace ya mucho tiempo que nos ha tocado.

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