A un mes de la visita memorable del Papa Benedicto XVI a España, no podemos dejar de volver al mensaje que su presencia y su palabra nos dejó: ahí encontramos la gran palabra y la inmensidad de una luz que necesitamos en estos tiempos de crisis y encrucijada, por tanto, de oscuridad y de incertidumbre. España y Europa necesitan asimilar este mensaje. «Peregrino de Dios», en Santiago de Compostela, Benedicto XVI, solidario con la suerte de Europa, proclamaba en España: «Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a Europa, que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es el absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto santa Teresa de Jesús cuando escribió: ¡Sólo Dios basta!. Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 2,16)».
Todo el viaje del Papa a España, en Santiago y Barcelona, como todo su pontificado, y como su libro entrevista «Luz del mundo», es una apelación a que volvamos a Dios. Es como si surgiese, en nuestro mundo de hoy, un nuevo profeta Isaías, ante el pueblo de Dios, del Israel de entonces que clama: ¡«Mirad a vuestro Dios!». También hoy, como entonces, ante la situación que vivimos en nuestro mundo, en nuestra España con todas sus dificultades y temores, necesitamos acoger esta apelación tan apremiante: «¡Mirad a vuestro Dios!». Necesitamos mirar a Dios, volver a poner a Dios en el centro de todo: Dios como centro de la realidad y Dios como centro de la vida. «Cómo es posible –se preguntaba el Papa– que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo es posible remitirla a la penumbra?».
«Para muchos, el ateísmo práctico es hoy la regla normal de la vida. Se piensa que tal vez haya algo o alguien que en tiempos remotísimos dio un impulso inicial al mundo, pero ese ser no nos incumbe en absoluto. Si esa postura se convierte en la actitud general en la vida, la libertad no tiene ya más parámetros, todo es posible y todo está permitido. Por supuesto, no se trata de un Dios que de alguna manera existe, sino de un Dios que nos comprende, que nos habla y que nos incumbe, Y que, después, será nuestro juez» (Benedicto XVI, en «Luz del mundo»). Los hombres no podemos vivir a oscuras; Dios, Luz del mundo, es necesario para el hombre.
Si hoy existe un problema de moralidad, de recomposición moral en la sociedad, deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida. Se ha dejado de creer que el hombre sea tan importante a los ojos de Dios, que existe Dios, que se ocupa de nosotros y con nosotros.
Pensamos que cuanto hacemos sólo depende de nosotros, que las cosas que hacemos en definitiva son cosas nuestras, y que para Dios, si existe, no pueden tener demasiada importancia. Así hemos decidido construirnos a nosotros mismos, construir o reconstruir el mundo y la sociedad sin contar realmente con la realidad de Dios. Pero si en nuestra vida de hoy y de mañana prescindimos de Dios y de la vida eterna que Él nos da, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al final manipulable y la consecuencia inevitable es la descomposición moral.
La ausencia de Dios es el drama de nuestra época. Por ello el deber prioritario de la Iglesia y de los cristianos es testimoniar a Dios. Lo entendieron perfectamente los Obispos españoles cuando en la década de los 80 publicaron aquel inolvidable documento «Testigos del Dios vivo», al que haríamos bien volviéndolo a releer y aplicar. Antes de los deberes morales y sociales que tenemos, y que son tan inaplazables, lo que la Iglesia y los cristianos deberíamos ofrecer y dar testimonio con fuerza y claridad es del centro de nuestra fe: Dios vivo. Lo que el Papa nos ha dicho a los católicos españoles en su reciente viaje a España es sencillamente que hemos de hacer presente en nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad la realidad del Dios vivo. Por esto la tarea fundamental de la Iglesia, en España, en Europa, en todo el mundo, «si realmente se quiere contribuir a la vida humana y a la humanización de la vida en este mundo, es la de hacer presente y por así decirlo, casi tangible, esta realidad de un Dios que vive, de un Dios que nos conoce y nos ama, en cuya mirada vivimos, un Dios que reconoce nuestra responsabilidad y de ella espera la respuesta de nuestro amor realizado y plasmado en nuestra vida de cada día» (J. Ratzinger).