Llegamos cada domingo a nuestra parroquia y nos parece algo descontado que debe estar limpia, ordenada, bien iluminada, con megafonía adecuada, con calefacción cuando hace frío que pela, y refrigerada o ventilada cuando el sopor caluroso. Ahora hay un factor más añadido: debe haber gel hidroalcóholico para nuestras manos, y al acabar la celebración ha de emplearse algún producto limpiador en todo el templo. Todo esto supone gastos que alguien debe ayudar a pagar. Nuestra clásica picaresca hispánica acuñó un término simpático para nombrar un momento de la Misa dominical que ha tenido muchos sobresaltos: “Pasar el cepillo”. Sin duda que esta labor de “cepillar” no tiene una solemnidad litúrgica propiamente dicha, como cuando incensamos el altar o las personas porque en ellas reconocemos la presencia del Señor. No, cuando alguien en la iglesia “pasa el cepillo”, es para recordarnos algo tan antiguo en la práctica cristiana como la comunicación de los bienes, compartiendo con los hermanos lo que se recibe de Dios.
Tal vez, la colecta dominical se ha podido reducir a unas “perrillas” que se echan en el cesto como tímida colaboración en los gastos de la parroquia. Tiempos podrán venir en los que los cristianos deberemos todos concienciarnos que la colecta del domingo debe ser un modo habitual y hasta generoso, de compartir los gastos de la comunidad que nadie subvencionará. Pero los “gastos” no son únicamente los que acabo de señalar como mantenimiento de unos locales, sino sobre todo los que se derivan de la ayuda que prestamos a los pobres, sea cual sea su rostro de pobreza. Las hambres no son solamente las de la falta de pan, sino también otras hambres que dejan igualmente insatisfechos, inanes y desnutridos a quienes no alimentan su esperanza, su caridad o su fe.
Si pasamos el “cepillo”, no lo deberíamos hacer como un resorte mecánico, ni hacer como hacían aquellos que siguiendo la misa por la televisión al no poder acudir a la iglesia debido a su enfermedad, llegando la colecta cambiaban de canal por si acaso salía de la pantalla el cesto del cepillo. Lo hacemos con la conciencia clara de quien quiere poner en común algo de lo mucho que le sobra o algo de cuanto, sin sobrarle, lo quiere así agradecer: compartiéndolo. No lo hacemos porque sí, ni tampoco al rebufo de otras iniciativas semejantes, sino por amor a Dios que en los hermanos más necesitados vive y nos extiende su propia mano. No es un alarde de generosidad altanera, sino un modo de reconocimiento de que incluso cuando lo que tenemos es fruto del sudor honesto de nuestra frente, lo hemos recibido de la Providencia del Señor. Porque la caridad cristiana tiene siempre su propia denominación de origen, si quiere seguir siendo caridad y cristiana. Bienvenidos sean otros cauces e iniciativas, como las suscripciones familiares de quienes entregan mensualmente a la parroquia una cantidad fija como cuota de colaboración estable. O hagamos nuestro donativo a la comunidad diocesana o parroquial a través de otros cauces como el de internet Dono a mi Iglesia.
Sea pasando el cepillo en nuestras celebraciones dominicales, o sea a través de otros modos de colaboración estamos compartiendo cristianamente nuestros bienes con la comunidad y asistiendo a los pobres. Quienes luego nos acercaremos al altar para recibir el Cuerpo del Señor debidamente preparados, sabemos que quien sacia nuestra hambre con el Pan santo de la Eucaristía, nos envía a saciar o paliar desde la caridad a nuestros hermanos necesitados. Y cuando hayamos cumplido con este grave deber de asistir a los hambrientos de pan, no dejemos de hacerlo a quienes también se mueren de tantos modos porque les falta el otro pan: el de la fe, de la caridad o de la esperanza.
Publicado en Iglesia de Asturias.