Afirmaba Chesterton que, para entrar en la iglesia, tenemos que quitarnos el sombrero, pero no la cabeza. Quitarse el sombrero puede ser, sin embargo, muy mortificante, si la iglesia carece de techumbre, o la tiene llena de goteras, no digamos si en ella anidan palomas cagonas. Pero mediante la mortificación el católico completa en su carne la Pasión de Cristo, como nos pedía San Pablo. Por mortificarme, he soportado humildemente misas que agreden rabiosamente mi sensibilidad artística y mis preferencias devotas, misas con cancioncitas grimosas que versionean a Simon & Garfunkel, misas con feligresas empoderadas que leen las epístolas trabucándose en cada frase, misas con curas petardos que trufan la liturgia de morcillitas cursis salidas de su caletre, misas con sermones perfumados de politiquerías delicuescentes. Y todas estas mortificaciones las he soportado porque creo que un católico debe ir a misa en su parroquia, aunque las misas que se pape lo dejen mohíno y rebozado de fealdad. Esta dolorosa conciencia de fealdad se hace todavía más lacerante al confrontarla con la conciencia de belleza que me han brindado las pocas misas tradicionales en las que he participado, donde me he reconocido como eslabón en la cadena de una tradición viva que ha inspirado a los más eminentes artistas.
Por mi fe me he quitado muchas veces el sombrero, aguantando un chaparrón de cancioncitas grimosas, morcillitas cursis, feligresas empoderadas y sermones delicuescentes. Sin embargo, mi fe no puede exigirme que me quite la cabeza; y esto, exactamente esto, es lo que me acaba de pedir Bergoglio. Hace apenas unos años, Benedicto XVI explicaba en un motu proprio que «el Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la lex orandi de la Iglesia católica de rito latino. No obstante, el Misal Romano promulgado por San Pío V, y nuevamente por el Beato Juan XXIII, debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma lex orandi». Y ahora Bergoglio afirma en otro motu proprio que «los libros litúrgicos promulgados por los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, en conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, son la única expresión de la lex orandi del rito romano».
Soy católico, pero no puedo ser irracional. No puedo aceptar una cosa y la contraria; no puedo dividir en dos mi cabeza. No puedo obedecer indicaciones contradictorias, como si fuese un cadáver o un robot que responde a impulsos eléctricos. La virtud de la obediencia no nos exime de la obligación de un recto uso de la razón; pues la obediencia -nos enseña Santo Tomás- es «oblación razonable firmada por voto de sujetar la propia voluntad a otro por sujetarla a Dios y en orden a la perfección». La obediencia no puede asentir a algo absurdo, no puede someterse a mandatos contradictorios por ahorrarse disgustos o complicaciones.
El Dios en el que creo es Logos; y por lo tanto no puede pedirme que me quite la cabeza. El motu proprio de Bergoglio me lo pide y no pienso hacerlo.
Publicado en ABC.