Me refiero, obviamente, a un sacerdote periodista, aunque en los últimos cinco años ha ejercido el cargo de secretario general de la Conferencia Episcopal Española (CEE), o sea, a don José María Gil Tamayo, designado por el Papa para pastorear la diócesis de Ávila, de la que tomará posesión el próximo 15 de diciembre. Los abulenses, por los que siento especial afecto, deben sentirse contentos por este nombramiento.
José María Gil Tamayo (Zalamea de la Serena, Badajoz, 5 de junio de 1957), colega y amigo entrañable, es un sacerdote de largo recorrido pastoral, que ha tocado los más diversos instrumentos de la orquesta eclesial con dedicación y acierto. Puedo dar fe de ello, dada nuestra estrecha relación durante años en el periodismo católico.
Fue un buen párroco de pueblo y de ciudad, creador y primer director del semanario de la archidiócesis de Mérida-Badajoz, Iglesia en Camino, bajo la batuta episcopal de don Antonio Montero, primer arzobispo de la restaurada provincia eclesiástica ahora extremeña, también eclesiástico periodista, a cuya sombra creció Gil Tamayo.
Don Antonio Montero, ahora muy quebrantado de salud, fue durante muchos años, el comodín de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social (no me gusta ese nombre, parece de sucursal de Telefónica, tendría que llamarse simplemente de Información). Unos períodos como presidente, otros como vocal. Sospecho que a su discípulo, Gil Tamayo, le ocurrirá lo mismo mientras esté en activo, ya que se conoce al dedillo los entresijos de esa comisión, de la que fue secretario (director de su secretariado) a lo largo de mucho tiempo, de la mano y como peón de brega del arzobispo periodista.
A José María, al ser también el único obispo plumilla que tendrá la actual CEE, le será muy difícil zafarse de ese menester. Aptitudes para ello le sobran, como demostró antes y ha revalidado durante los cinco años de secretario general de la conferencia de los obispos, saliendo al paso con prontitud y firmeza de las tarascadas con que obsequian a la Iglesia los “amigos” de la orilla siniestra o manejándose con habilidad ante las pequeñas zancadillas de ciertos informadores religiosos que en su día fueron de los nuestros y ahora parecen sus enemigos.
Estoy seguro de que será un excelente obispo diocesano, porque además de capilla, claustro y despacho, como es obligado a todo pastor, será obispo de calle, quiero decir, de proximidad, de relación fraternal con sus feligreses, porque lo lleva en su ADN vocacional.
La diócesis de Ávila no es conflictiva, como las de otros lugares de España, aunque en su día, allá por los años ochenta del siglo pasado, tuvo que hacer frente a una mini rebelión de algunos claustros de las carmelitas descalzas, instigadas por ciertos hermanos masculinos del Carmelo descalzo. Querían modificar las reglas y adecuarlas a los tiempos modernos -decían-, pero las monjas de los conventos fundados por la Madre Maravillas (canonizada en 2003), encabezadas por las profesas del monasterio del Cerro de los Ángeles de Getafe (Madrid), de la que había sido priora hasta su fallecimiento la Madre Maravillas, se mostraron inflexibles, y, con la bendición de Juan Pablo II lograron abortar la intentona.
Ávila tiene problemas, los propios de las pequeñas diócesis que podríamos llamar rurales. Población dispersa en creciente envejecimiento, como el propio clero diocesano, también envejecido y escaso de relevos. En diez años se han ordenado once sacerdotes, don de los cuales lo han sido este año. Actualmente tiene 18 seminaristas, ocho de ellos en el teologado de Salamanca. Es decir, que en este orden de cosas, mi amigo José María no tendrá tiempo de aburrirse, aparte de ocuparse de la pequeña Universidad Católica de Ávila que fundó don Antonio Cañizares cuando fue obispo de Ávila, con apoyo de las fuerzas vivas de la provincia pero con la opinión desfavorable de grandes sectores del clero español, en particular de aquellos que se sentían ligados a la Ponti de Salamanca.