Con cuatrocientos dólares de limosna gubernamental y un hatillo que reúne las pertenencias más esenciales, quizás algún recuerdo especialmente querido. Tragándose las lágrimas por una historia de siglos que se deja atrás. Así caminan quinientas familias cristianas iraquíes hacia la región autónoma del Kurdistán, donde las autoridades les han prometido protección. Han cerrado sus casas en barrios antaño populosos y alegres en Bagdad y en Mosul, donde durante generaciones sus antepasados vivieron penas y alegrías, construyeron y dialogaron con sus vecinos, conservando siempre fresca la fe recibida de manos apostólicas.
No creo que en Hollywood hagan una película con su historia amarga y heroica, para que el mundo sepa. El suyo será un éxodo sin focos ni primeras planas, porque este mundo tan global se ha vuelto sordo y ciego a la injusticia que padecen. Es cierto que hace un par de semanas el Parlamento europeo se acordó de ellos, gracias a la tenacidad de diputados como Mario Mauro y Jaime Mayor Oreja, pero es aún demasiado poco, demasiado poco para afrontar esta tragedia que incomoda a los musulmanes moderados, que descoloca a los norteamericanos y a su fallido experimento democratizador en la antigua Babilonia, y que enfanga a los progresistas occidentales, tan atentos a denunciar islamofobias y a empujar cristianos a los arcenes de la vida pública europea.
En el silencio de la noche de este lunes, una pareja de ancianos cristianos en el barrio de Baladiyat en Bagdad ha sido asesinada. Los pistoleros entraron en su pobre casa y les dieron muerte como a perros. Eran cristianos y no se habían ido. Eran cristianos y hablaban en árabe, y la tez morena de sus rostros no dejaba duda al respecto. Eran de la tierra, de esa tierra al tiempo dulce y dura, regada por el Tigris y el Eúfrates, de aromas y cantares misteriosos, tierra de las primeras generaciones de discípulos de Jesús. Los malvados no han querido matarlos sólo a ellos, han querido matar esta historia y quizás durante un tiempo y en esa zona puedan conseguirlo. Porque no está escrito que allí, en Iraq, como en otros rincones de la tierra, vaya a sobrevivir esa presencia extraña de los cristianos, ésa que también se ha vuelto incómoda para tantos en Madrid, Barcelona, Londres o Berlín.
¿Por qué habían de preocuparse por ellos los mismos que decretan la expulsión de los católicos de la Universidad, los mismos que luchan para que desaparezcan los crucifijos de las encrucijadas de nuestros pueblos, los que prohíben belenes en nuestras escuelas? ¿Por qué habían de conmoverse los popes del 68 que han decretado a la Tradición cristiana enemiga de la modernidad y del progreso? Este silencio espeso y culpable es natural. Porque esas quinientas familias con la garganta seca que han dejado atrás casas, escuelas e iglesias, somos también todos nosotros, los católicos de occidente.
Imposible no recordar a nuestro inefable ex ministro de Exteriores Moratinos, desplegando al viento la bandera de la anti-islamofobia en Europa. Cuántos millones de euros, cuánta energía diplomática, cuántos congresos para denunciar y debatir sobre esos fantasmas. Pero ni una piadosa palabra sobre estos cristianos de rasgos árabes, sobre estos hijos de una historia que es la nuestra y que ahora dejamos vagar por el desierto hacia su incierto emplazamiento en el desconocido Kurdistán iraquí. ¿Podrán allí empezar de nuevo? Quién lo sabe.
Para los cálculos del mundo todo esto son peanuts. Hablar de estas quinientas familias mientras los mercados financieros crujen, mientras Corea del Norte amenaza con una guerra nuclear, mientras el paro sigue desbocado y se recortan las prestaciones de nuestro antiguo bienestar... Y sin embargo nuestro futuro tiene que ver con la suerte de ese éxodo desconocido para las grandes tribunas. Porque si los cristianos desaparecen de Oriente Medio lo pagaremos muy caro todos: lo pagarán los países musulmanes sobre los que se cierne una crisis interna de proporciones brutales, y lo pagará la seguridad de este occidente escéptico y desentendido de su propia raíz, esa raíz de la que ha llegado a abominar en gran medida. Hemos de desplegar toda nuestra energía, medios económicos, relaciones políticas, alianzas, para proteger la vida de nuestros hermanos y acompañar su futuro. Debemos hacerlo sin descanso, pero hay algo más que decir.
Hubo una noche así. Una noche desconocida para los poderes de este mundo, en la que un matrimonio salió a escondidas del villorrio de Belén con un pequeño a lomos de un borrico, rumbo a Egipto, para burlar el decreto real que establecía su eliminación. Entonces nadie hubiera dado una moneda por su suerte, como nadie la da hoy por nuestros hermanos de Iraq. Pero la historia del mundo cambió gracias a aquella familia que parecía no contar para nadie, porque existe un amor y un poder sobre la faz de la tierra que excede de las ecuaciones de los políticos y de los medios. Un amor y un poder que tantas veces no entendemos, y que se valen de lo inerme y de lo pequeño para realizar su designio.
Es preciso volver a cuanto dijo Benedicto XVI en su prodigiosa meditación al comienzo del Sínodo sobre el Medio Oriente: "la transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que dominan la tierra es un proceso de dolor... es el proceso de transformación del mundo, que cuesta sangre, cuesta el sufrimiento de los testigos de Cristo. Y, si miramos bien, vemos que este proceso no ha terminado nunca. Se realiza en los diversos períodos de la historia con formas siempre nuevas; también hoy, en este momento, en el que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos".