El infierno, que es estar sin Dios y lo contrario de la felicidad, es algo que elige quien es condenado, y esa elección es irrevocable.
Para entender por qué es irrevocable, es útil entender por qué los ángeles no pueden cambiar de idea. Diciéndolo con máxima brevedad: los ángeles no tienen cuerpo, y por tanto no experimentan pasiones que puedan conducirles a errores. Los ángeles carecen de apetitos que puedan arrastrarles de aquí para allá, como hacen los nuestros. Ellos no conocen a través de los sentidos. Ellos conocen directamente. Para ellos, conocer no es un proceso. Los ángeles pueden equivocarse, pero cuando se equivocan, permanecen en el error. No pueden cambiar de idea porque carecen de pasiones o apetitos que les arrastren hacia un bien distinto.
Nosotros podemos cambiar de idea porque tenemos cuerpo. Cuando nuestra alma se separa del cuerpo, dejamos de tener apetitos y pasiones que puedan arrastrar a la voluntad a cambiar. En la vida, los hábitos que se forman al seguir los apetitos y pasiones pueden ser corregidos. Después de la muerte, no.
El momento preciso de la separación total de alma y cuero es difícil de entender. Recuerdo la primera parte de El sueño de Geroncio, de San John Henry Newman. El alma de un hombre moribundo, que al poco muere, va describiendo su separación respecto al cuerpo. Es profundamente conmovedor.
Sin embargo…
Al morir, nuestro cuerpo y nuestra alma se separan. Nuestra alma sigue actuando, como debe ser, pero sin la influencia del cuerpo y sin los sentidos corporales. En ese estado seremos muy parecidos a los ángeles. Y así como los ángeles no pueden cambiar de idea, y quedan establecidos en su estado, así será también con nosotros.
Nosotros quedaremos establecidos en nuestro estado en el momento de la separación de nuestra alma respecto a nuestro cuerpo. Quedaremos establecidos en Dios o sin Dios, en la felicidad o en la desdicha. No habrá apetitos compitiendo por llevarnos de uno a otro estado, ni nueva información que llegue a través de los sentidos. La muerte es como el horno que cuece la arcilla en su forma final. Ahora podemos dar forma a la arcilla. Una vez que pase por el horno, no podremos darle forma de nuevo. Por consiguiente, tras la resurrección de la carne quedaremos establecidos en Dios o sin Dios. Eso no cambiará ni siquiera cuando nuestras almas recuperen sus cuerpos.
Después de la separación del alma respecto al cuerpo, no tenemos otra oportunidad para cambiar de idea. Quedamos establecidos.
Por eso es tan importante que en nuestra predicación y en nuestra catequesis insistamos en algunas cosas.
En primer lugar, la gente suele morir como ha vivido. Sí, hay conversiones en el lecho de muerte. Es una gracia que no podemos ni debemos suponer que vayamos a recibir. Tenemos hábitos que duran toda la vida. Por eso es importante practicar la muerte todos los días. Si quieres ser un buen pianista, tienes que practicar. Si quieres morir bien, y vas a morir, debes practicar la muerte. Morir a ti mismo, morir al mundo -incluso a las buenas cosas del mundo-, es prepararse para una buena muerte. Las mortificaciones son buenas para nosotros. Por algo se llaman “mortificaciones”: porque nos hacen morir un poco, a nosotros mismos y a todo lo terrenal.
Más cosas: a veces los insensatos acusan absurdamente a la Iglesia de que estamos obsesionados por el sexo. No, con lo que estamos obsesionados es con evitar que la gente vaya al infierno. Aunque es verdad que los pecados carnales son menos graves que los pecados de orgullo o similares, los pecados carnales mortales bastan para condenarnos para la eternidad. Si hablamos tanto sobre cuestiones sexuales, es porque estos deseos son tan fuertes y esos placeres tan grandes que pueden fácilmente conducir al alma a establecerse en estar sin Dios, en excluirse a sí misma de Dios. No hay tanta gente firmemente establecida en esos terribles pecados del espíritu, pero muchos están realmente instalados en los placeres de la carne, pecados ahora tan comunes y tan difundidos que ya no se los considera tales. Sin embargo, esos pecados bastan para condenarnos. Repito: con ellos basta.
Finalmente, deberíamos tomarnos la muerte y el pecado lo bastante en serio como para rezar a menudo, según expresan las Letanías de los Santos para conformarnos, “de la muerte súbita e imprevista, líbranos Señor”: de una muerte sin acceso a los últimos sacramentos. Y aquí vuelvo a lo que ha sido mi tema constante en estos días. Somos nuestros ritos. Somos nuestros ritos. Somos nuestros ritos, y cuando rezamos las letanías con sus peticiones, esas peticiones a su vez nos forman y configuran nuestro deseo de estar cerca de los sacramentos y acudir bien a ellos.
Cuando nos tomamos en serio hacer algo sobre la situación de la Iglesia es cuando nos tomamos en serio nuestro sagrado culto litúrgico a Dios. Es en él donde somos formados, configurados e instruidos sobre la muerte y la promesa del cielo. Gracias al amor y a la misericordia de Dios, tenemos una Iglesia porque vamos a morir. Tenemos nuestro sagrado culto litúrgico precisamente porque vamos a morir. Ésta es la razón fundamental para todo lo que hacemos: atravesar la puerta misteriosa de la muerte y entrar en la dicha celestial y en la visión de Dios, no como en un espejo, confusamente, sino cara a cara (cf. 1 Cor 13, 12), en una transformación eterna en Su gloria para ser cada vez más esa imagen Suya para ser la cual nos creó.
No dejes que nada ponga eso en peligro.
Ve a confesarte.
Y lee, también, El alma humana de Dom Anscar Vonier.
Publicado en el blog del autor, Fr. Z's blog.
Traducción de Carmelo López-Arias.