"Si tú te haces cauce, Yo me haré torrente", aseguraba Santa Catalina de Siena, que le susurraba Dios al oído. Y, el filósofo Ortega y Gasset, completaba la idea: "Pero el río se abre un cauce y luego el cauce esclaviza al río".

Cualquier persona que desee construir una casa sabe que antes necesitará colocar unos andamios que le permitan llegar a las plantas de más arriba. Entendiendo, sin embargo, que el fin último de ese despliegue de barandillas, plataformas y anclajes es, únicamente, terminarla correctamente para que, un día, pueda ser habitada. Algo muy similar, se podría decir del mundo de la cocina, donde, para hacer un bizcocho, se necesitará, siempre, un buen molde, que impida que la masa, a lo largo de la mesa, se desparrame informe. Siendo consciente, ¡hasta el más cándido pastelero!, que cuando el horno haga su efecto, la horma, indefectiblemente, le será retirada.

Pues, fíjense, que la propia Iglesia, que es sabia y conocedora de la naturaleza humana, dice esto mismo de una forma más elevada. Cuando, en uno de los momentos centrales de la vigilia pascual, tras rechazar a Satanás, y a sus "envidias y odios, perezas e indiferencias, cobardías y complejos", el sacerdote, pronuncia en voz alta: "¿Renunciáis a todas sus seducciones, como pueden ser el quedaros en las cosas, medios, instituciones, métodos, reglamentos, y no ir a Dios?". Mientras que el pueblo, siendo consciente del compromiso que acaba de contraer, contesta, al unísono: "¡Sí, renuncio!".

Hoy, estimados lectores, debo reconocer, que escribo esta columna con cierta desazón. Ya que, en los últimos tiempos, ha venido gente a mí, ligeramente, digamos, irritada, intentando convencerme de que lo más importante en la Iglesia es defender el cauce y no "ese agua, del que, uno, si bebe, no vuelve a tener sed". Cuando, yo, precisamente, en mi absoluta ingenuidad, siempre había pensado que el fin último que nos movía era la salvación de las almas, y no nuestro prestigio personal o, peor aún, el andamio temporal de una orden religiosa, movimiento, itinerario, cofradía o cualquier otra institución. Porque, aunque, humanamente, lo pueda llegar a entender, no deja de resultarme descorazonador ver algunas defensas numantinas, empeñadas en mantener, como sea, nuestra vida de aquí, ese talento bien enterrado del que habla la Biblia… mientras, el mundo, que nos observa, abandonado, nos grita: "¡Tengo sed!". 

Y es, entonces, cuando pienso en "el loco de Dios", San Francisco de Asís, y en el "reconstruye mi Iglesia", no la de piedra sino la espiritual, y en el "inconsciente" del Padre Damián, y su isla de los leprosos de Molokai, en la Madre Teresa, caminando doblada por un slum de Calcuta, en San Carlos de Foucauld, viviendo en Nazaret en un cuarto de herramientas… y en tantos y tantos santos que no dudaron en renunciar a su fama por llevar, allí donde hubiera oportunidad, a Aquel que, recordemos, siendo nada más y nada menos que Dios, ni siquiera se pudo defender. Porque, en este punto, yo, humildemente, me pregunto, ¿no es, acaso, el intentar proveer de agua al cauce, infinitamente mucho más importante que pretender dejarlo limpio de ramas? ¿No deberíamos aceptar como María, y Catalina, que Él se haga torrente... para dejarnos, de una vez por todas, de esclavizar el río?

Señoras, señores, solo decirles, que la lógica de un cristiano no debería ser nunca la lógica del mundo. Donde se base todo en ofrecer un discurso redondo, hueco, que quede bonito, y donde, peor aún, todo dependa de cómo nos consideren los demás. Porque, sinceramente, a estas alturas, ¿no sabemos ya que no hay peor "crisis reputacional" que la de morir en una cruz como un auténtico criminal? Exactamente, ¿a qué obra perecedera nos queremos aferrar? ¿no nos damos cuenta de que hemos sido llamados a no ser, para que, Aquel que "es el que es", sea en nosotros, y, solo así, podamos llegar a ser? ¡Ay de los que pasamos el día sacando brillo al andamio… atentos, no vaya, un día, a llegar el Novio... y pasar de largo!