Siguen vivos y luminosos los gestos, las palabras, los hechos de la recentísima visita pastoral del Papa Benedicto XVI a España: Santiago de Compostela y Barcelona. No se pueden apagar sus ecos, no podemos olvidar cuanto hemos recibido y aprendido estos días. En ello va nuestro futuro: no exagero nada al hacer esta afirmación. En el punto de partida de todo lo que es el cristianismo y la Iglesia, y de su aportación a los hombres, a la sociedad, a todas las naciones está Dios, no un proyecto humano. No hay mayor tesoro que podamos aportar a nuestros contemporáneos, como servidores que somos de todos los hombres. El Santo Padre se preguntaba en Santiago de Compostela por las necesidades, temores y esperanzas de Europa –podemos decir, también de España–; y añadía: «¿Cuál es la aportación específica y la fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido el último medio siglo hacia nuevas configuraciones y proyectos?».
Su respuesta es una confesión de fe, que engrandece y llena de esperanza, una verdadera afirmación de que Dios es amigo del hombre y de su libertad, origen de nuestro ser, cimiento y cúspide de nuestra libertad, en modo alguno antagonista suyo. La aportación de la Iglesia, dirá, «se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre». Ésta es la tragedia que padecemos: pensar que Dios está contra el hombre, o que es mejor prescindir de Él y vivir y organizarse como si Él no existiese. ¿A dónde nos conduce esto: a vivir sin fundamento sólido, a no encontrar la base sólida donde fundar la dignidad y la grandeza de todo ser humano desde el primer momento de su ser, a caminar sin la esperanza grande que pueda saciar el hambre de vida, de felicidad, de amor que hay en todo ser humano o a precipitarse por caminos errados y vacíos que no conducen a ninguna parte, a no encontrar la base firme para vivir en fraternidad profunda y responsable? ¿Cómo hubiera creado Dios todas las cosas y no las hubiera amado, Él que en su plenitud no necesita nada? Dios, como se nos ha revelado en el rostro humano de su Hijo, Jesucristo, es amor, rechaza la violencia, es rico en misericordia y perdón, escucha y defiende al afligido que no tiene protector y sale en defensa del pobre y del que es injustamente tratado. El hombre, todo hombre, todo ser humano, en su singularidad, es amado por Dios hasta el extremo. La grandeza del hombre y la apuesta por el hombre sólo podemos comprenderlas a la luz del amor de Dios, lo que vale el hombre, cada hombre, sólo podemos valorarlo a luz de lo que vale para Dios. Por eso, ¿cómo y por qué arrinconar a Dios, reducirlo a la esfera de lo privado?
«¿Cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo lo más determinante de ella puede ser recluido en la mera intimidad o remitido a la penumbra? Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol de las inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el derecho de proponer esa luz que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa», bajo los cielos de España. El camino de la Iglesia, del cristianismo, es el hombre. Afirmar al hombre es afirmar a Dios, nunca se puede hacer esta afirmación, que tiene un carácter universal y decisivo para todos y para nuestro futuro individual y colectivo, contra Él o al margen de El. Dios ha apostado plena e irrevocablemente por el hombre en Jesús. Por eso la Iglesia, adoradora de Dios vivo, no tiene otra apuesta ni puede ofrecer nada distinto que lo que Dios quiere: servir al hombre, ofrecerle todo lo mejor y lo que más necesita: a Dios mismo y su amor infinito.
La Iglesia no legisla en la sociedad; para eso están quienes tienen esta responsabilidad. Pero ofrece, no impone, lo que hará posible que las legislaciones no sean contrarias al hombre, sino en su favor siempre, y por eso lo que ofrece es garantía de convivencia, de fraternidad y de libertad segura y verdadera para el hombre. Ni el Papa, ni la Iglesia propugnan una sociedad confesional o sometida a sus dictados. Pero no se le puede negar el deber, y por tanto el derecho a afirmar a Dios, con todas sus consecuencias, con la certeza y garantía de que así sirve al hombre y afirma al hombre y le ofrece los fundamentos más radicales de fidelidad a su grandeza y dignidad de la persona humana, sobre la que se fundamenta el bien común, sin el que no habrá legislaciones justas y portadoras de paz y futuro.
El Santo Padre en su visita a España, a la que ama tanto y tanto le preocupa en el sentido más noble y paterno del término, nos ha dejado un gran legado para nuestro futuro. Confundirlo con injerencias extrañas es confundirlo todo, pero, lo que es peor, es pretender caminar de espaldas a la luz y camino del vacío. ¿Es eso lo que se quiere? Seguro que no. Pero entonces seamos más prudentes y sabios, y actuemos con el respeto y la moderación que los cristianos, sobre todo el Papa, merecemos.
Publicado en La Razón