Tras pasar varios días como acompañante de alguien que fue ingresado en un hospital, reconozco que he aprendido más cosas edificantes y aleccionadoras que en cinco años de rutinaria singladura.

En primer lugar, el tratar con personas que se encuentran igual o peor que tú nos hace escapar de la frívola rutina, esa que ha elevado un becerro de oro al éxito y a la belleza corporal. Este éxodo de lo mundano nos une al prójimo en el dolor, pero no con una actitud masoquista, sino de solidaridad, basada en dar y recibir consuelo.

De esta manera, a través de ofrecernos aliento mutuo, con nuestros cuerpos decrépitos y atizados por la enfermedad, logramos sanar nuestras almas; a contrario sensu de aquello a lo que estamos acostumbrados, es decir, a presentarnos como vívidos en lo anímico, como esbeltos en lo corporal y como mediocres en el espíritu. A raíz de esto, uno se plantea cuándo estaba realmente enfermo, si antes o ahora; y si la vida real era la que vivíamos con anterioridad o la que estamos viviendo en estos instantes…

Oscar Wilde, en su prodigioso cuento El príncipe feliz, retrata a un principesco protagonista que, tras haber vivido despreocupadamente, se transforma en estatua, para contemplar, desde su posición, el dolor ajeno y así unirse a éste, empatizar con el mismo, compartirlo.

Los católicos tenemos la inmensa fortuna de creer en un Dios que vino al mundo a compartir su dolor con nosotros, en aras de redimirnos. Por eso, la imagen de Cristo crucificado es tan alentadora durante los episodios de enfermedad y tribulación. De hecho, el poeta romano Virgilio, antes de la venida de Jesucristo al mundo, clamaba por un dios que pusiese fin al sufrimiento. En unas ocasiones, le pone punto final, y en otras, lo suaviza significativamente; porque, como muy atinadamente dijo Víctor Hugo en Los miserables, el cristianismo es presentado no como la religión que libera -a machamartillo y por las bravas- a los desdichados de su desdicha, sino como la que consuela y acompaña a los afligidos en la tribulación.

También, resulta reconfortante creer en un Dios Hijo que naciese del vientre de una mujer sin mancha de pecado original; una madre a la que poder mirar a los ojos durante los trances de dolor, para que nos infunda ternura, candor, bonhomía, cariño maternal…

En resumen, es verdaderamente alentador contar con un Dios que se hace hombre para acompañarnos en el dolor (hasta el punto de dejarse crucificar por nosotros) y que nos obsequia con una madre, con una figura femenina que nos arropa con su calor maternal.

Las horas de hospital nos sumergen en una atmósfera más aislada de pasatiempos mundanos y de ocupaciones profesionales, aunque las ondas de internet no dejen de estar presentes. Esta reducción significativa de ruidos rutinarios -véase de entretenimientos transitorios y quehaceres utilitarios- nos instiga a buscar formas alternativas con las que ocupar el tiempo.

Este silencio nos espolea a retomar actividades de corte intelectual, como embarcarnos en el placer de la lectura o enfrentarnos a la solución de sudokus y sopas de letras. Algo similar me ocurre al viajar en tren o en metro: recupero esa silente atmósfera que me estimula a ejercitar el intelecto. Así pues, ¿no significará todo esto que estamos asediados de ruidos rutinarios? ¿No querrá decir que nos hallamos hambrientos de silencio?

En un hospital, la contemplación del dolor y las miserias -tanto las nuestras como las ajenas- abren un espacio a la reflexión espiritual y, por consiguiente, al diálogo con Dios. Esto, junto al sinnúmero de horas exentas de ruidos rutinarios (los del trabajo, las quedadas y las series de televisión), crea un ambiente idóneo para recuperar el silencio dialogante con el Altísimo. De hecho, no he parado de ver médicos, enfermeras y acompañantes de pacientes entrando y saliendo de la capilla del recinto hospitalario. A la sazón, me pregunto: ¿no será el exceso de ruidos mundanales la causa de que tengamos al Señor tan abandonado? ¿No podría ser que la falta de conexión con la realidad auténtica -la de la enfermedad y el sufrimiento- nos mantenga distraídos de lo que de verdad importa?

En síntesis, los distractores rutinarios, huérfanos de espacios de silencio, nos privan de estimular el intelecto y de crecer en el plano espiritual. Por esto, precisamente, dentro de lo malo de tener que permanecer en un hospital, podemos extraer una lección redentora: la de envolvernos en una silente órbita que nos regenere como seres pensantes e hijos de Dios. Dicho esto, incorporemos a nuestro diccionario la locución latina Beatus ille, que es aquella que nos anima a alcanzar la beatitud en el silencio dialogante junto al Señor.

De facto, los sacerdotes insisten en que, si queremos tener un encuentro de verdadera plenitud con Dios, acudamos a la iglesia a visitarle, para permanecer en silencio dialogante delante del Santísimo y hacer lectura espiritual (que es la manera humana que tenemos de escucharle de manera clara, inequívoca y directa).

Así pues, ¿cómo podemos macerarnos en semejante silencio dialogante durante nuestra azarosa y trepidante rutina? En este fragmento del librito 365 días con Pablo (Paulinas) tenemos la respuesta: “A pesar de los muchos conflictos que llegaban por todos lados, Pablo fue capaz de conseguir un espacio en donde encontrar la paz, para poder renovar las fuerzas, a fin de no abandonar a mitad del camino. En medio de las innumerables actividades que realizaba, supo mantener abierto un canal de comunicación. Pablo mantuvo una unión intensa con Jesús crucificado y resucitado, con el amor del Padre, con la actuación del Espíritu Santo, con la historia del pueblo”.

En otras palabras, por muy ocupados que nos encontremos, siempre podemos habilitar un hueco para la oración, aunque se trate de cinco minutos al día; porque quien es “fiel en lo muy poco, también en lo mucho es fiel” (Lc 16, 10); y debido a que “un poco de levadura fermenta toda la masa” (Cor 5, 6-8).

Creo que tenemos instalada en la cabeza una mentalidad de máster y de examen de colegio que nos dificulta ver la eficacia de sembrar un poquito y que ese poco, sembrado con constancia, dé frutos abundantes. Este modus operandi está basado en el “todo o nada”, es decir, en que parece que hay que entregarse por entero a algo para que merezca la pena. Esta manera de concebir la vida creo que la hemos heredado del hábito de prepararnos exámenes con poca antelación y de especializarnos en tal o cual materia a base de enclaustrarnos un año para conseguirlo; y el ámbito de la oración, a mi juicio, no está exento de esta mala costumbre; porque las cosas grandes se suelen forjar a fuego lento, con lentitud, y no movidas por la prisa y la angustia (otro ritual nocivo que esta “era de la velocidad” nos ha abocado a adquirir).

En los libros de espiritualidad católica que he tenido la fortuna de leer, los sacerdotes nos advierten de que es preferible ser constantes en lo poco que pegarnos atracones de oración durante un par de días y abandonar dicha práctica durante el resto del tiempo; y admito que es una lección que me ha costado interiorizar, porque yo era muy dado a hacer, en este sentido, justo lo que ellos no aconsejan.

Después de haberme dado múltiples tortazos al respecto, de proponerme metas que estaban fuera de mi alcance, creo que he empezado a asumir la lección. De aceptar nuestra debilidad en rigor se trata, para avanzar conforme a nuestras imperfecciones, con plena confianza en el Señor; porque su yugo es llevadero y su carga, ligera, como nos es revelado a través de las Sagradas Escrituras.