Estar presente en cualquier convocatoria del Papa nos emborrona de emociones. No importa si lo vemos como una lentejuela blanca, o incluso imperceptible. La presencia de tantos fieles unidos por una misma fe y aunados por el vicario de Cristo es una experiencia vivificadora y fortalecedora para el espíritu.
Mediáticamente, es una oportunidad única para escuchar mensajes que animan al mundo a ser perseverantes en sus creencias, en su confianza en Dios y en una esperanza que la sociedad acalla. Así lo vivimos los fieles formados, conocedores de la Iglesia, y a veces creemos que así lo pueden llegar a vivir una mayoría, porque el Papa es líder más influyente de occidente, y toda la organización que conlleva su visita acaba revirtiendo en el prestigio de una ciudad y de un país, y solo los obstinados en bailar con cifras objetan algo que desean muchos pueblos: que el Papa visite su nación.
Mediáticamente, es una oportunidad única para escuchar mensajes que animan al mundo a ser perseverantes en sus creencias, en su confianza en Dios y en una esperanza que la sociedad acalla. Así lo vivimos los fieles formados, conocedores de la Iglesia, y a veces creemos que así lo pueden llegar a vivir una mayoría, porque el Papa es líder más influyente de occidente, y toda la organización que conlleva su visita acaba revirtiendo en el prestigio de una ciudad y de un país, y solo los obstinados en bailar con cifras objetan algo que desean muchos pueblos: que el Papa visite su nación.
Sin embargo, mi vivencia es muy diferente a la de mucha gente. Creo que la Santa Sede debería evaluar no solo los asistentes que desbordan estos encuentros, sino la inmensa masa que no acude y les resbala. La misión de la Iglesia es evangelizar y es especialmente a causa de esto por lo que debería estar especialmente preocupada, por la ausencia de tantas y tantas personas que podrían y deberían estar. Algunos se ciegan y solo ven a los millares que asisten a estos encuentros, pero ignoran la aversión que provocan en muchísimos más millares. En España, son más de 6 millones de católicos los que asisten a la misa dominical, apenas un 12 % de la población, y si nos atenemos a los últimos estudios realizados por la Fundación Santa María, menos de un 4% de los jóvenes son los héroes que acuden a estas Eucaristías, aunque para esto no haga falta leer ningún estudio, sino solo abrir los ojos.
Allá donde va, el Papa es recibido como Jesús nunca fue recibido aquel Domingo de Ramos en Jerusalén. Las masas de fieles lo aclaman y los líderes políticos se inclinan ante él como los atados de espigas de los hijos de Jacob ante José, y hasta Zapatero cede para hacerse una foto con él. Pero el futuro de la Iglesia no lo sigue. Esos jóvenes, esa nueva Iglesia. Solo lo más acólitos, los inquebrantables y los de buen corazón. Pero la mayoría no lo hace. Los que llenan las Jornadas de la Juventud no son la mayoría, son una pequeña minoría. El resto pasan. La mayoría pasa. Y es esto lo que le debiera preocupar a la Santa Sede, y no que yo me conmueva porque en el Papa veo a un hombre valiente que lucha por transmitir a Cristo.
La mayoría no lo ve así, y esto es lo que debiera preocuparnos.
A lo largo de la historia, la Iglesia se ha ido adaptando a los tiempos. A veces mis alumnos me preguntan para qué sirve la historia. Yo les digo que para entender el presente. La Iglesia medieval no tiene ya cabida en nuestra sociedad, por eso se fue transformando. Fue inútil la obstinación por mantenerla. Fue inútil la terquedad contra Galileo. El mundo no iba a cambiar, sino que la evangelización debía adaptarse al mundo.
La Iglesia está perdiendo a los jóvenes. Vivimos en la generación de la imagen, de las redes sociales, de la superficialidad, de la manipulación y de una profunda desestructuración moral. Esta es la sociedad del siglo XXI, y la Iglesia debe evangelizar a esta sociedad, a estos jóvenes, no a los jóvenes que alguna vez fuimos. A los de ahora. La misma esencia, pero de una forma muy nueva. Como sucedió en el primer Concilio de Jerusalén en el año 49, en el que Pedro y Pablo estaban preocupados en cómo llegar a los gentiles, así la Santa Sede debería estar especialmente empeñada en llegar a un occidente que no comulga con la Iglesia.
Y esto es así. Es verdad que los medios de comunicación se han convertido en medios de manipulación. Es verdad que las acusaciones que se le hacen son demagógicas y muchas veces ignorantes. Es verdad que la inmensa mayoría desconoce lo que es la Iglesia. Pero esta es la sociedad que nos ha tocado, estos son nuestros gentiles y, sí o sí, toda la Iglesia deberá afinarse en su misión, como está sucediendo en muchos movimientos religiosos. Se ha de cambiar el lenguaje, las formas, las diatribas morales innecesarias – no se puede poner el acento en un preservativo que la mayoría de cristianos utilizan -, incluso las vestimentas. Y se ha de hacer porque como sucedió con Galileo, más pronto o más tarde, habrá de ser así.
La Iglesia debe ponerse en un escaparate con su mensaje vivo y auténtico, como desde los primeros siglos, pero ya no con pergaminos, sino con e-books. Y por encima de todas las cosas, nunca, nunca debemos olvidar aspirar a la sencillez.
Creo que por ahí van muchos tiros.