“He dado dos varas a tu mano, y te aprecio porque usaste la del amor. Pero el amor, que es potente también sobre la Potencia de Dios, cae como piedrecilla lanzada contra la roca cuando se dirige a algunos que tienen la apariencia de hombre, pero son demonios con el corazón de piedra. Golpea pues con la otra vara, y que sepan los fieles que tú no eres cómplice de las culpas de los grandes. Uno se hace cómplice también cuando no osa bramar contra sus infamias.
A tu maestro no le gustan las maldiciones y los fulgores. Pero hay momentos en los que hay que saberlos usar para persuadir no a los poderosos, cuyo ánimo poseído por Satanás es incapaz de ser persuadido, sino a los pobres del mundo, de que Dios y los justos de Dios no comparten ni apoyan los métodos y las prepotencias de quien ha superado toda medida y se cree un dios mientras que es sólo una fiera inmunda.
Habla, en nombre de la justicia que representas. Es la hora. Y que las multitudes sepan que mi doctrina no ha cambiado y que una es la Ley, que existe un solo Dios, que su primer mandamiento es el amor; que Él, aun, como en los siglos de los siglos precedentes a mi venida - en la que he confirmado la Ley - ordena no robar, no fornicar, no matar, no coger las cosas de los demás. Dilo a los ladrones de ahora, que no se conforman con una bolsa sino que roban almas a Dios y tierras a los pueblos; dilo a los fornicadores, a los grandes fornicadores de ahora, cuya fornicación no es la animal con una hembra sino la demoníaca con la potencia política; dilo a los asesinos de ahora, que se arrogan el derecho a matar a pueblos enteros después de haber matado en otros pueblos –los suyos – la fe en Dios, cualquier forma de honestidad, el amor al bien; dilo a los insaciables de ahora que, ávidos como chacales, asaltan donde está lo que les gusta y se permiten cualquier delito con tal de coger lo que no les pertenece...
Hablar quiere decir dolor y, a veces, muerte. Pero acuérdate de mí. Yo soy más precioso que la alegría y que la vida, porque doy a quien me es fiel una alegría y una vida que no conocen fin ni medida.
Acuérdate de Mí que supe purificar mi Casa de las suciedades y seguir de frente un solo fin: La gloria de mi Padre. Esto me consiguió el odio, la venganza, la muerte, porque los que fueron tocados por mi furor encontraron un vendido que por treinta denarios me puso en su poder.
Siempre, entre los más fiables, tenemos un enemigo, un vendido. Pero no importa. El discípulo no es más que el Maestro y si Yo, sabiendo que el látigo de mis palabras, más que el látigo de cuerdas – medio simbólico más que real – me procuraba la muerte, he hablado, habla. Y si por amor hacia los hombres y hacia ti, yo he soportado un enemigo y un vendido y el horror de un beso de traición, tú, mi primero entre los hijos de ahora, no debes retraerte ante lo que ha sufrido el Maestro antes que tú...”
El texto anterior es, muy problemente, una confidencia del Señor – sólo los sabios del mundo son incapaces de reconocer su lenguaje – a la mística italiana María Valtorta. Una confidencia efectuada el 9 de diciembre de 1943, hace ahora sesenta y siete años y un mes, aproximadamente. Jesucristo adelantó para esta santa mujer la interpretación práctica de un aspecto relevante del capítulo once de Zacarías, que contiene las revelaciones proféticas concernientes a al momento inicial de la Pasión de la Iglesia. Es obvio que el Señor no se dirige únicamente al Papa Pío XII, entonces reinante, sino a varios “primeros” – no sólo al Papa, también a los cristianos convocados a la batalla definitiva - de éstos últimos tiempos, llamados a aceptar “el dolor y, a veces, la muerte” como precio por el testimonio de la Verdad.
El Papa Benedicto XVI ya se hizo eco, muy probablemente, de este texto cuando se refirió a las varas del pastor, glosando valientemente el salmo 23 (22) en su homilía del 11 de Junio pasado, con motivo de la clausura del Año Sacerdotal.
Lo que Jesucristo piensa está aquí tan claro que huelgan comentarios.