El próximo fin de semana España tendrá un peregrino ilustre, un peregrino cada vez más querido y respetado por los hombres de buena voluntad, mucho más allá de las propias creencias religiosas. El próximo sábado, Benedicto XVI se acercará a venerar el sepulcro de Santiago, núcleo cultural y espiritual clave de Europa, y por supuesto de España. Este Papa es un hijo de su tiempo, y de nuestro tiempo. Creció y se formó en uno de los centros del pensamiento europeo del siglo XX, un pensamiento sólido, fuerte, filosófico, que no se contenta con explicaciones sencillas de nuestro mundo complejo. Busca la roca de nuestra civilización occidental, y a la vez está abierto al progreso, al crecimiento y a la novedad.
Este Papa viene buscando, y empujándonos a buscar, las raíces de Europa. Esas que la hicieron grande en la Edad Media, y que ciertos sectores tratan de pintar como los años negros de la historia y la cultura. ¿Cuáles son esas raíces? En su primer escrito oficial como Sumo Pontífice nos lo mostró claramente: el amor, sobre todo el Amor, esa palabra tan manoseada en nuestra época, tan descafeinada muchas veces, y que sin embargo es el único motor de la humanidad. De un modo o de otro, con unas palabras o con otras, el mensaje de este hombre de Dios es siempre el mismo: el hombre anhela plenitud, Verdad, Belleza, desea algo más grande, y sólo lo encuentra en Dios. “El Señor lo da todo, y no quita nada”.
En varias ocasiones Juan Pablo II peregrinó a la tumba del apóstol. Allí acudió en su primera visita a España, y luego en una de las primeras Jornadas Mundiales de la Juventud, ese “invento” que tanto ha empujado a los jóvenes en los últimos veinticinco años. En ambos casos nos recordó: España, Europa, vuelve a tus raíces, recupera aquello que te hizo grande. La sociedad actual se empeña en que está pasado de moda, pero el amor no pasa nunca; y ahí está la raíz.
Si Santiago es un lugar muy querido para este Papa, tanto que en su escudo episcopal tiene la concha de peregrino, la visita a Barcelona y la consagración del templo planeado por Gaudí no se queda atrás. Si algo le caracteriza, además de su alto nivel de pensador, es su amor a la belleza. Su cuidado detallado por la liturgia no radica en una “deformación profesional de un sucesor de Torquemada”, en un afán frío y rigorista de cumplir germánicamente con las normas. Esa atención brota del amor a la belleza, expresión suprema de la grandeza de Dios. El amor humano llama y es llamado por la belleza, y su paradigma es la mujer guapa; con mayor razón el Amor divino.
Desde esta perspectiva la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia es un canto a la belleza y al esplendor de Dios, también presente en el paisaje de nuestras ciudades modernas. La grandeza y belleza de una catedral, y en esto la Sagrada Familia constituye un ejemplo actualizado a nuestro siglo, radica en su hermosura dirigida únicamente al Señor. No se trata de un edificio utilitario, práctico, sino de una obra bella, simplemente por el gusto de ser bella, por hacer algo a la altura del Bello.
Hemos hecho de las ciudades, de los edificios, incluso de las relaciones humanas, un elemento demasiado pragmático: calles, coches, prisas, ajetreos, contratos, procesos empresariales y administrativos, forman el nuevo bosque del siglo XXI, que no nos deja ver el cielo. El Papa llega a Barcelona a contemplar la belleza, a colocarse frente a la Basílica y decir “Qué maravilla. Qué bello el conjunto y qué bello cada detalle”. La belleza de Dios, la belleza que lleva a Dios.