Hace unos pocos meses falleció mi suegro. Para mi hija de diez años fue una experiencia difícil, que intentamos que fuera digerida desde la fe. Siempre es complicado enfrentarse a la muerte, y es humano que esa resurrección, que constituyó – y constituye – el núcleo del kerigma cristiano desde las primeras comunidades, se convierta en algo insuficiente para calmar el dolor. Pero sí imprescindible para superarlo.
Hoy, víspera de Todos los Santos, acudimos al cementerio en familia. No era un lugar solitario como de costumbre. Sus calles arboladas y ladeadas de nichos adornados con flores recientes impactaban visualmente, como nidos desbordados de colores estridentes por todas partes, mientras el hormigueo de familiares buscaba a sus seres queridos, partidos y no olvidados. El dolor eran susurros, gestos sombríos, miradas huidizas. Clara, después de la zozobra de la muerte de su abuelo antes del verano, se sentó frente a su nicho reluciente y lloró contenidamente, como si no se debiera. Yo la invité a leer el epitafio de aquella tumba: El Señor es mi fuerza, el Señor es mi canto. En Él está la salvación, en el confío y no temo.
- El iaio cantaba eso, y es eso lo que debes recordar siempre – le dije de la misma forma que los judíos inculcan a sus hijos la shemá.
Ella no me contestó, pero en aquel momento pensé que ese instante era parte de la vida, que aquel pesar era como un virus que fortalecería su fe y la ayudaría a reconocer frente a frente a la muerte. Ese momento era inevitable y necesario para ella, y la ayudaría a crecer. En todos los sentidos. Además de mi esposa, mi suegra y mi cuñada, allí estaban Paula, casi con siete añitos, y Lucía, con tres. Y no recuerdo a ningún niño más. El cementerio era como una ciudad agitada por una hora punta, pero silenciosa y mustia. Allí no había niños. Solo mis hijas. Y todos rezamos juntos recordando al que allí ya no estaba.
Mi hija Paula es un amor. Se acercó al brillo oscuro del mármol de su iaio, golpeó y preguntó en voz alta: ¿Hay alguien ahí? Más tarde, la muy pilla me pediría que la felicitase. Yo cándidamente no sabía por qué, pero ella me recordó que era el día de todos los santos, y claro, el de ella también. La verdad es que no la vi demasiado preocupada. Comprendía sin comprender, aceptaba sin dudas, con esa fe de niños que demandaba el maestro. Quizás, quizás, cuando llegue otro trance difícil y tengamos que visitar otros rincones del cementerio, quizás también llore como su hermana, pero tendrá muchos más resortes que algunos adultos para amortiguar su dolor.
Ese obstinado empeño de nuestra sociedad europea en ocultar la muerte es absurdo y comprensible a la vez. Hace falta mucha fe para sobrevivir anímicamente al cementerio, y esto es justamente lo que languidece en nuestro mundo. Pocos niños van al cementerio, pero todos se enloquecen por celebrar Halloween – mis hijas también -. En la noche de los muertos vivientes la muerte es un juego, una diversión, no una realidad, y esta es la máxima dosis de la presencia del misterio que esta pobre sociedad puede ofrecer a los más inocentes. Sin embargo, se olvida que lo único seguro que sabemos al nacer, es que vamos a morir.
No creo que la Iglesia deba entrar en esas estériles discusiones de si es buena o mala la estupidez de Halloween, tal como se nos ha importado comercialmente desde la orilla de Hollywood. Como muchas otras modas urbanas, este lúdico festejo ha adquirido tantos adeptos que es imparable. Y esto es algo que la Iglesia a veces no llega a comprender. Hay cosas que ya no se pueden cambiar, y oponerse a ellas supone tal desgaste de marketing en los medios de comunicación que no vale la pena. La Iglesia siempre debe ser la misma aguafiestas.
- ¿Por qué nosotros somos diferentes? - se harta de decirme Clara.
Yo creo que los cristianos deben llevar a sus hijos a los cementerios, recordar a aquellas vidas ejemplares que pueden guiar nuestros pasos y darle a todo esto sentido desde una fe viva, que desde luego se transmite en la familia. Pero después, después, pues, como todo el mundo, a reírse de la muerte, y ellos de verdad, sabedores de otra vida, no como la gran mayoría. No se trata de claudicar, sino de evidenciar lo verdaderamente importante ese día. El resto lo descubren solos. Porque ir de Quijotes no siempre es bueno. Y si no que se lo pregunten al mismísimo Alonso Quijano, aquel terco caballero que no acaba de morir nunca.