¿Qué es progreso?, se pregunta Benedicto XVI en la entrevista que le realizara Peter Seewald y que diera lugar al libro Luz del Mundo. Y responde que la Modernidad ha llamado así al aumento del conocimiento y del poder humano que trae aparejado, lo que a su vez se traduce en exaltación de una libertad mal entendida. Este sería el núcleo conceptual de la Edad Moderna: “Lo que se puede hacer, hay que poder hacerlo. Todo lo demás iría contra la libertad”. En la misma línea, Solzhenitsyn dijo que cuando, en el siglo XVIII, el perfeccionamiento del conocimiento empezó a acelerarse, “la humanidad educada inmediatamente depositó su fe en este Progreso”.
Así, con el despuntar de la época contemporánea, la felicidad humana pasó a ser sinónimo de “progreso” entendido como “libertad” y ésta como la capacidad para hacer lo que la técnica permita. El atractivo de esta idea es que el crecimiento de la ciencia experimental aumenta el poder de la especie humana al punto de hacer creíble la premisa de que su felicidad depende de sí misma, ya no de un sensato aprovechamiento de las posibilidades de la naturaleza, ni de la lucha personal por dominar las pasiones. A fines del siglo XX, a la ideología construida sobre esta aspiración se le llamó “progresismo”.
Al mismo tiempo que se asentó la noción de progreso surgió el revolucionario concepto de la moral utilitarista: es bueno aquello que brinda placer al mayor número de personas. “¡Y la avidez con la que el mundo civilizado adoptó un consejo tan conveniente y precioso fue asombrosa!”, comenta Solzhenitsyn. Progreso y utilitarismo vinieron a confluir para hacerle creer a los humanos que ahora sí serían como dioses y que el Dios cristiano ya no sería necesario.
Dos siglos han transcurrido bajo tales premisas y el actual estado de cosas en el mundo y el generalizado malestar nos indican -al menos para ojos que quieren ver- que algo salió mal. Es innegable que el incremento del conocimiento ha permitido posibilidades de satisfacción de necesidades y acumulación de riqueza inimaginables para nuestros antepasados, pero al mismo tiempo es difícil creer que ello se haya traducido en mayor felicidad, cualquiera sea la noción de ella que se abrace. “Hoy más que nunca, nuestro porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta y sus habitantes”, afirma Benedicto. ¿Cómo explicar esta paradoja?
Según Solzhenitsyn, el progreso avanza pero “únicamente lo está haciendo en el campo de la civilización tecnológica”, lo cual evidencia graves errores en su comprensión. Primero, “el progreso ilimitado no se puede dar dentro de los limitados recursos de nuestro planeta… Hemos logrado exitosamente agotar el medio ambiente que nos fue otorgado”. Segundo, el progreso no hizo que la naturaleza humana se volviera más benévola, por el contrario, “dejamos que nuestros deseos crecieran desmedidamente, y ahora no tenemos la menor idea de hacia dónde orientarlos”. La consecuencia es que nuestra cultura se va haciendo “más pobre y más difusa” y, a pesar del aumento de las comodidades, el nivel espiritual decae. “El exceso trae consigo una insistente tristeza del corazón… y no pasará mucho para que llegue a sofocarnos”.
Benedicto reflexiona en el mismo sentido. En el momento en que se confundió libertad con despliegue absoluto de las posibilidades técnicas, se despreció el potencial ético de la persona. Los males que aquejan al mundo del siglo XXI provienen precisamente del divorcio entre moral y poder humano. “Este desequilibrio se refleja hoy en los frutos de un progreso que no fue pensado en clave moral. ¿Cómo puede corregirse el concepto de progreso y su realidad, y cómo puede dominarse después positivamente desde dentro?”.
Los líderes políticos intentan soluciones desde la política. Así es como la ONU ha establecido los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS), cuyo cumplimiento bajo su súper vigilancia permitiría que hacia el año 2030 se alcance un nivel de desarrollo que permita satisfacer las necesidades básicas de toda la humanidad a la vez que detenga el deterioro del stock de recursos naturales del planeta. Esta propuesta consiste en algo así como alcanzar la felicidad eludiendo la realidad de la crisis de la noción de progreso, pasando por alto precisamente la causa que nos ha traído al actual estado de cosas.
Pero no es posible que enmendemos el rumbo sin asumir la necesidad de un cambio personal. “Ha llegado el momento apremiante de limitar nuestros deseos”, afirma Solzhenitsyn. “Si no aprendemos a limitar con firmeza nuestros deseos y exigencias, a subordinar nuestros intereses a criterios morales, nosotros, la humanidad, simplemente nos destruiremos mientras salen a relucir los peores aspectos de la naturaleza humana”. Es lo que la ética clásica cristiana (aquella que fue sacrificada en el altar de la noción de progreso) llama “templanza” y “moderación”, aquella disposición interior por la que los impulsos que favorecen la sobrevivencia se someten a la razón bien formada, logrando así un orden interior que se traduce en tranquilidad de espíritu. Esta actitud es la base del potencial moral, pues gracias a ella la persona puede dirigir su voluntad hacia su propio bien y el de los demás.
El verdadero progreso radica entonces en la ampliación de los límites de las posibilidades espirituales, y esto último a su vez depende de la voluntad de cada persona. El progreso es espiritual o no lo es en absoluto. Sin embargo, los líderes políticos proponen soluciones que van en sentido contrario, pues no es atractivo para los gobernados hacerles ver que deben dominar sus impulsos.
La solución de la actual crisis mundial requiere, según Benedicto, “una consciencia moral nueva y más profunda, una disposición a la renuncia que sea concreta y se convierta también para el individuo en una norma de valores para su vida… mientras eso no se dé, la política sigue siendo impotente”. La política sola no basta. Primero debe surgir una nueva consciencia moral (que no es otra cosa que la “vieja” doctrina ética del perfeccionamiento virtuoso) y que luego se encarne en un número suficiente de personas. La política puede contribuir a lo primero pero lo segundo “sólo puede lograrlo una instancia que toque la conciencia, que esté cerca de la persona individual y que no se limite a convocar manifestaciones aparatosas”. Y agrega Benedicto: “En tal sentido se dirige aquí el reto a la Iglesia. Ella no sólo tiene una gran responsabilidad, sino que, diría yo, es a menudo la única esperanza”.
Para que nuestra civilización pueda corregir los errores del progreso mal entendido y se salve a sí misma es necesario que el Cristianismo en general, y la Iglesia católica en particular, cumplan su misión de empapar el corazón de los hombres de la fuerza que les permita renunciar a la satisfacción irracional de sus deseos. He aquí, y no en reformas estructurales ni en cualquier tipo de adaptación al mundo, la misión de la Iglesia hoy.
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