Las relaciones entre la Iglesia y las diferentes comunidades políticas es uno de esos temas constantes sobre los que el Magisterio eclesial se ha pronunciado con frecuencia y de modo coherente a lo largo de la historia.

Hace unos días, a propósito de la columna Católicos y democracia, monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco (Córdoba, Argentina), luego de afirmar que “el magisterio católico ha recorrido un arduo camino para dar el paso de aceptar la legitimidad de la democracia. Este paso se ha dado, precisamente por la aceptación por parte de la Iglesia de la pluralidad en la vida social, más específicamente, de la pluralidad religiosa que se da en buena parte de las sociedades modernas”, sostiene: “Fue en el Concilio Vaticano II, con la aprobación de la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae. Al reconocer dicha libertad como un derecho civil de las personas, la Iglesia abandonaba para siempre el ideal del estado confesional católico y, por ende, que la unidad de un pueblo estuviera subordinada a la unidad religiosa. Quienes profesan otros cultos o no son creyentes serían objeto de una mera y siempre frágil tolerancia”.

Manifiesto, en primer lugar, mi aprecio por monseñor Buenanueva y destaco sus buenas intenciones por iluminar a los fieles católicos en particular y a los hombres de buena voluntad en general sobre la relación entre el catolicismo y democracia. Sucede que, no obstante este aprecio que reitero, no puedo suscribir las afirmaciones anteriores. Me explicaré para mostrar por qué no lo hago. En razón de la brevedad, me detendré en una de sus afirmaciones.

Monseñor Buenanueva sostiene que, al reconocer la libertad religiosa como un derecho civil de las personas “la Iglesia abandonaba [en la declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II del 7 de diciembre de 1965] para siempre el ideal del estado confesional católico y, por ende, que la unidad de un pueblo estuviera subordinada a la unidad religiosa. Quienes profesan otros cultos o no son creyentes serían objeto de una mera y siempre frágil tolerancia”.

Sucede que la Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II no se refiere directamente al “estado confesional católico”. En realidad, en el parágrafo 6 afirma que “si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas”. Dice lo anterior habiendo recordado, en el parágrafo 1, que “puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, [el Concilio Vaticano II] deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”.

Claro está, entonces, que no puede atribuirse al Concilio Vaticano II haber abandonado la enseñanza magisterial sobre la unión entre la Iglesia y las diversas comunidades políticas.

Conviene recordar, a propósito de lo dicho, el parágrafo 2105 del Catecismo de la Iglesia Católica: “El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es «la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan «informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive» (Apostolicam actuositatem 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, carta encíclica Immortale Dei; Pío XI, carta encíclica Quas primas)”.

En otra oportunidad hemos dicho que “sana legítima laicidad” no significa “separación entre la Iglesia y el Estado”. La expresión “legítima sana laicidad” fue utilizada por Pío XII en un pasaje en el que afirma que ella es “uno de los principios de la doctrina católica”. Más adelante, el Papa señala que “la ciudad [en este caso, la comunidad política de Las Marcas, Italia] será parte viva de la Iglesia si en ella la vida de los individuos, la vida de las familias, la vida de las grandes y de las pequeñas colectividades, estuviera alimentada por la doctrina de Jesucristo, que es amor de Dios y, en Dios, amor del prójimo. Individuos cristianos, familias cristianas, ciudades cristianas, marcas cristianas”.

Para concluir esta amigable reflexión a modo de respuesta, terminemos con otra cita magisterial a la que hicimos referencia en la columna antes citada: “En respuesta a los que sostienen como caduca la doctrina de la unión entre la Iglesia y los Estados –que, por cierto, debe ser rectamente entendida–, conviene recordar in extenso un texto de Léon XIII dirigido a los obispos estadounidenses: «No cabe la menor duda de que han conducido a estas felices realidades principalmente los mandatos y decretos de vuestros sínodos, sobre todo los de aquellos que, andando el tiempo, fueron convocados y sancionados por la autoridad de la Sede Apostólica. Pero han contribuido, además, eficazmente, hay que confesarlo como es, la equidad de las leyes en que América vive y las costumbres de una sociedad bien constituida. Pues, sin oposición por parte de la Constitución del Estado, sin impedimento alguno por parte de la ley, defendida contra la violencia por el derecho común y por la justicia de los tribunales, le ha sido dada a vuestra Iglesia una facultad de vivir segura y desenvolverse sin obstáculos. Pero, aun siendo todo esto verdad, se evitará creer erróneamente, como alguno podría hacerlo partiendo de ello, que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo norteamericano. Pues que el catolicismo se halle incólume entre vosotros, que incluso se desarrolle prósperamente, todo ese debe atribuirse exclusivamente a la fecundidad de que la Iglesia fue dotada por Dios y a que, si nada se le opone, si no encuentra impedimentos, ella sola, espontáneamente, brota y se desarrolla; aunque indudablemente dará más y mejores frutos si, además de la libertad, goza del favor de las leyes y de la protección del poder público» (encíclica Longinqua oceani, 6 de enero de 1895, n. 6)”.