Ha vuelto Jáuregui. Aquel Ramón Jáuregui que en los años de la oposición socialista al gobierno de Aznar apadrinaba la corriente cristiana dentro del socialismo español, históricamente tan reacio a reconocerle a la Iglesia el pan y la sal. En un célebre artículo publicado por El País, Jáuregui reconocía los errores de perspectiva del PSOE en este asunto, subrayaba la dimensión pública del hecho religioso y valoraba el papel de interlocutor que le correspondía a la Iglesia en España. Ahora ha vuelto a decir algo parecido, pero el tiempo no pasa en balde.
Aquellos eran tiempos distintos y distantes. Tras la caída del felipismo parecía que algunas cosas podían empezar a cambiar en el socialismo hispánico, una de ellas la fobia anticatólica. Algunos miraban a Tony Blair y su Tercera vía, otros hacia la socialdemocracia alemana de Schröeder. Unos y otros, laborismo y SPD, encarnaban un tipo de izquierda pragmática, que reconocía como uno de sus afluentes al cristianismo social, que aceptaba una noción amplia y positiva de la libertad religiosa, una laicidad alejada del laicismo agresivo. Y Jáuregui se situaba ahí. Eran tiempos de búsqueda de nuevos liderazgos, primero Borrell, conocido por su sectarismo. Después Almunia, mucho más abierto, especialmente hacia la Iglesia.
Un PSOE en la oposición, buscando su hueco en la sociedad, con un liderazgo sin asentar y un PP en marea alta, favorecían que germinase esa nueva reflexión sobre asuntos que parecían enquistados en el árbol socialista. De hecho fue un tiempo de diálogo intenso (aunque discreto) con la Iglesia en todos los niveles, incluido el jerárquico. Bono echaba una mano desde Castilla-La Mancha y sacaban la cabeza algunos exponentes cristianos del socialismo vasco. Aquello prometía, incluso cuando sorprendentemente conquistó la secretaría general un joven y desconocido diputado de León llamado Rodríguez Zapatero. Jáuregui siguió con lo suyo todavía por un tiempo: reconocimiento de la dimensión pública de la fe y del papel de la Iglesia en España, inicio de un nuevo estilo, de un nuevo discurso en esta materia tan sensible para la franja radical del PSOE. Después vino el terremoto. De la oposición tranquila a la apuesta por el radicalismo, a la ruptura de los consensos de la Transición y la batalla cultural contra la Iglesia: homosexualismo político, aborto, restricción de la libertad escolar y de nuevo los fantasmas del catolicismo antimoderno y peligroso para la democracia. Y Jáuregui se marchó a Europa.
A duras penas sobrevivieron algunos de sus compañeros de camino a la sombra de la todopoderosa De la Vega. De hecho la vicepresidenta se las arregló para mantener abierto el canal con Roma y con Añastro incluso en los momentos peores. Curiosa fórmula: una política agresiva hacia la tradición cristiana y hacia la Iglesia como no se veía desde la Transición, pero siempre una última puerta para salir del atasco, y esa puerta se llamaba De la Vega. Sin embargo los vientos que soplaban Jáuregui y sus gentes desaparecieron del mapa y aquel prometedor cambio de discurso que se anunciaba en el mencionado artículo de El País quedó reducido a la nada. Y ahora Jáuregui ha vuelto. ¿Qué significan sus palabras? ¿Quizás una nueva estación en las relaciones con la Iglesia, motivada por el riesgo de una debacle electoral?, ¿quizás un revival de aquella nueva cultura socialista sobre el hecho religioso? Demasiada agua ha corrido bajo los puentes para que seamos ingenuos.
Lo que ha dicho Jáuregui, ahora otra vez, no puede dejar de provocar simpatía y apertura en quienes patrocinamos una laicidad positiva y abierta. Pero se necesitan mucho más que buenas palabras, que suenan poco menos que vacías después de seis años de zapaterismo. El problema ya no es que surjan aquí y allá líderes socialistas más flexibles o más amables. El problema es de fondo, y por usar una palabra que ahora lanzan con vehemencia contra el PP, el problema es genético. Y por eso los cantos de sirena no deben llevarnos a demasiado optimismo. No hay nada en el horizonte que permita atisbar un cambio cultural en el PSOE por lo que se refiere a la valoración del hecho religioso en la escena pública, ojalá lo hubiera. Además ese cambio requiere un debate interno que sería largo y complicado, y no se identifican personajes de peso que lo puedan impulsar. No hay más que ver la reacción brutal contra la consejera Lucía Figar, de la que hablamos ayer en Páginas, para comprobar hasta qué punto está encastrado en la mentalidad profunda del PSOE el prejuicio anticatólico.
Pero si Jáuregui quiere ir en serio, si quiere convencernos de su deseo de abrir otra etapa, sería bien sencillo. Que empiecen por abandonar definitivamente su proyecto de nueva Ley de libertad religiosa, que eliminen el adoctrinamiento en la escuela a través de esta Educación para la Ciudadanía, y que se elimine toda agresividad hacia las expresiones públicas de la fe en España. Modesto programa, pero ya sería un gran paso. Manifiesto con pena mi profundo escepticismo.