En la vida cristiana, cualquier peregrinación es un evento importante, una “intervención” de la divinidad en la temporalidad, en el tiempo ordinario de cada día. Si la peregrinación es a Tierra Santa, este evento entra con mucha más fuerza en la temporalidad. Los días parecen de 48 horas, y los lugares se graban a fuego en la memoria de los peregrinos. Recientemente he tenido unos días así, de intensa peregrinación por las tierras que pisó Nuestro Señor. Y en estos lugares hay una palabra que se repite con mucha frecuencia: aquí.
Los cristianos nos referimos mucho, y con razón, al más allá. Nuestra vida tiene sentido a la luz de la trascendencia, mejor dicho, del Trascendente. Dios da sentido a nuestro actuar, a nuestro sufrir y a nuestro trabajar. Pero la visita a los Santos Lugares me ha recordado que el cristianismo también es una religión del aquí. Aquí, en un lugar y en un tiempo, sucedió algo real y concreto. La Persona por antonomasia, el Dios y Hombre, se encarnó, entró en el tiempo y en el espacio.
Aquí, en Nazaret, una joven dijo sí a la propuesta del ángel. Habitante de un pequeño pueblo de Galilea, María iría con frecuencia a recoger agua al pozo, igual que las otras mujeres de su pueblo; y en su casa, o en el pozo, recibió el anuncio de la venida del Mesías. Esta joven estaba desposada con un varón justo, trabajador de la época, carpintero, albañil, artesano… Y pronto serían marido y mujer.
Aquí, en este pequeño poblado de unas cuantas familias, Jesús creció, aprendió a trabajar y trabajó mucho, primero con su padre y luego sólo, a la muerte de San José. Aquí, y quizás también en otro pequeño pueblo, el joven Jesús "comió el pan con el sudor de su frente”, en un trabajo semejante al de su padre.
Aquí, en el entorno del lago Tiberíades, comenzó a predicar la Buena Noticia, y sobre todo compartió su vida con sus elegidos. Aquí, en estos caminos, enseñó a este pequeño grupo de seguidores, con sus palabras y sus actos, que Dios es Padre y ama con locura a todo hombre. Aquí, en este lago, navegó con sus discípulos, y tuvo que pasar más de alguna tempestad en su pequeña barca de pescadores.
Aquí, en Cafarnaúm, vivió y predicó junto a Pedro y los primeros apóstoles. Aquí, en Caná, compartió las alegrías de unos jóvenes recién casados, que le invitaron a su boda. ¡Qué acontecimiento más típico del aquí, pero a la vez con un sabor de amor eterno, como el amor de cualquier enamorado! Y aquí, desde el monte Tabor, contemplando la llanura de Esrelón, se transfiguro ante sus tres predilectos, Pedro, Santiago y Juan.
Aquí, en Jerusalén, vino como niño, adolescente y joven, para presentar los sacrificios que todo buen judío ofrece en el Templo, ese magnífico Templo, centro del judaísmo. Aquí, en esta Ciudad Santa, vino también con sus apóstoles, y predicó y enseñó a la gente sencilla y a los sabios del templo, fariseos, ancianos, a todos.
Y aquí, finalmente, fue condenado a muerte. Le apresaron en Getsemaní, probablemente ante alguno de los olivos bimilenarios que siguen allí, testigos del paso del tiempo. Y aquí, en las mazmorras de la casa del Sumo Sacerdote, pasó aquella terrible noche. Aquí, en la cripta de la actual Basílica del Gallicantu, sufrió y oró aquella noche del primer Jueves Santo, mientras los jefes de los sacerdotes esperaban la hora propicia para llevarle ante Pilato.
Por estas calles caminó con la cruz a cuestas, golpeado y humillado por los romanos y por cuantos verían su primera procesión. Sufriendo y caminando, fue llevado fuera de la ciudad, a una pequeña elevación, más pequeña de lo que solemos imaginar, donde fue crucificado. Y en ese mismo lugar, a poca distancia, fue colocado en un sepulcro nuevo, uno de tantos sepulcros de los judíos, excavados en la roca, a modo de pequeña cueva funeraria.
Y aquí, de modo único, “desapareció” su cuerpo, resucitó. Ante la incredulidad de sus mismos seguidores, la tumba vacía les confundió aún más. No creían, pero era evidente; ha resucitado, ha vuelto a la vida, y sigue vivo y presente en este aquí inmenso que es la creación, en este ahora que sigue durando e interpelando a todo hombre.
La religión del aquí, de este lugar y este tiempo. El cristianismo no es un conjunto de ideas y creencias, una moral, una ideología. Es, como le gusta recalcar a Benedicto XVI, un acontecimiento, un encuentro, un suceso real y concreto.