Comienza la primera sesión del Sínodo de los Obispos sobre Medio Oriente. El trasfondo de los trabajos es dramático. Se trata de la emergencia en la que viven las comunidades cristianas en la mayoría de los países de la zona: aislamiento, opresión, violencia, y la eterna tentación de emigrar en busca de un futuro mejor. Se reza la Hora Tercia y el Papa toma la palabra para un breve comentario a las lecturas. Papeles aparte. Habla, sin duda, un grande de la historia de la Iglesia. 
 
Benedicto XVI no hace análisis sociológico ni pastoral. Se sumerge en el tesoro de la Escritura y de la Tradición y saca una luz potentísima para juzgar la hora presente. Se corta el aire en la sala. Primero habla de la audacia de la formulación de Éfeso que define a María como Theotókos, Madre de Dios. Y así aquel Concilio alumbró la aventura de Dios, la grandeza de cuanto hizo por nosotros. Porque con el hijo de María "no nació sólo un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en Él nació Dios sobre la tierra". Luego el Papa muestra la conexión vertiginosa entre el nacimiento de Jesús en Belén y el nacimiento del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Pero entre ambos acontecimientos están la Cruz y la Resurrección, y "sólo del grano caído en la tierra nace después la gran cosecha", la unidad de sus discípulos que se extiende por el mundo.

Entonces el Papa guía a la Asamblea para profundizar en la lucha de la fe de Israel contra los falsos dioses, y en seguida afirma que "la transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que dominan la tierra, es un proceso de dolor... comenzando por el camino de Abraham, el exilio, los Macabeos, hasta Cristo". Y este proceso continúa después en el tiempo de la Iglesia: "es la sangre de los mártires, el dolor, el grito de la Madre Iglesia que las hace caer (a las falsas divinidades) y transforma así el mundo. Y si miramos bien, dice el Papa, vemos que este proceso nunca ha terminado.

Entonces llega el párrafo nuclear en el que Benedicto XVI alumbra la circunstancia presente, el modo en que hoy se desarrolla la lucha de Cristo, a través de su Iglesia, para desvelar la falsedad de los poderes que esclavizan al hombre y para transformar el mundo según el designio de Dios. "Pensemos en las grandes potencias de la historia de hoy, pensemos en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son cosa del hombre, sino un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructivo, que amenaza al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas.

Aparentemente en nombre de Dios se hace violencia, pero no es Dios: son divinidades falsas que deben ser desenmascaradas, que no son Dios. Y después la droga, este poder que como una bestia voraz extiende las manos sobre todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la castidad ya no es una virtud, etc...".

¿Y cómo se vence a estos poderes, que aparentemente nos derrotan cada día, dejándonos un terrible sabor amargo en la garganta?  Benedicto no endulza su mensaje porque estamos en el corazón latente del cristianismo en la historia, en el centro de los dolores de parto que continúan. "En el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia de la cual somos parte, deben caer estas divinidades". ¡Cómo lo entienden tantos Padres sinodales llegados de sus atribuladas tierras, pero también cómo lo entendemos nosotros, cristianos del occidente secularizado!

Pero todavía hay espacio para la sorpresa y el Papa extrae de una imagen del Apocalipsis la clave de la esperanza. Cuando el dragón persigue a la mujer (María-Iglesia) lanza un río tempestuoso para ahogarla (el río que componen estos falsos dioses de los que ha hablado). Pero la buena tierra absorbe este río poniendo a salvo a la mujer. Esa buena tierra es la fe de los sencillos que no se deja arrastrar, dice Benedicto. "Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia". El Sínodo sigue, la vida sigue, dolorosa pero nunca abatida, mientras exista esa fe sobre la tierra.