A menos de un mes visitará, por segunda vez, el Papa a España: Santiago de Compostela y Barcelona. El próximo año, vendrá de nuevo a España, a Madrid, y presidirá la Jornada Mundial de la Juventud. ¡Cuántas gracias debemos dar al Señor y al Santo Padre!
Viene a nosotros aquél que, en su primera aparición en público como Papa se definió a sí mismo como «un sencillo, humilde, trabajador de la viña del Señor», y, en la Eucaristía de inicio oficial de su pontificado, dijo: «Mi programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él». No querer otra cosa como programa que hacer la voluntad del Señor es identificarse con Cristo, el Hijo de Dios cuyo envío y misión resume la Carta a los Hebreos diciendo: «Me has dado, Señor un cuerpo; aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Es la voluntad de Dios la que él veía, al iniciar su pontificado, simbolizada en el yugo del palio papal: «El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esa voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad.
Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es el camino de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Esta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica y nos hace volver de este modo a nosotros mismos».
Su programa no era, no es otro que el que está perfectamente ejecutando con el auxilio de lo Alto: el de Jesucristo, Jesucristo mismo, el único programa, como diría su querido predecesor, Juan Pablo II. Así lo mostró él mismo con palabras en la Homilía de la Misa con que iniciaba oficialmente su pontificado: «En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: ‘‘¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo’’. El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, El ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a lo jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo!
Su programa, en el que hay que encuadrar también esta segunda visita suya a España, cumpliendo la voluntad de Dios, es Cristo, el buen pastor, que carga nuestra humanidad sobre sus hombros hasta la cruz y nos invita a llevarnos unos a otros, y cuya «santa inquietud ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas ovejas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquél que nos da la vida, y vida en plenitud».
Cristo, pues es su programa, Cristo Cordero de Dios, «Dios mismo, pastor de todos los hombres que se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados... No es el poder lo que redime, sino el amor. Este es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres». Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. «Apacienta mis ovejas», dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuesto a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios, el alimento de su presencia que Él nos da en el Santísimo Sacramento. Así viene a nosotros el Papa, como buen pastor, que ama a su rebaño, a España, y nos da lo mejor que puede darnos: a Cristo, en quien está la voluntad de Dios que es Amor.