Benedicto XVI ha recordado en Sicilia la importancia de la fe, siempre y especialmente en el momento presente, para poder moverse uno mismo y mover el mundo hacia Dios. Como siempre, por su boca hablaba el Espíritu Santo, para recordarnos lo verdaderamente importante. Porque sin esa llama de amor, prendida en nuestro corazón, todo lo demás sería envoltura hueca.
 
Algo le pasa a la fe de nuestro tiempo y mi impresión personal, quizá generalizando en exceso, es que se trata de una fe excesivamente roma. No roma en el sentido de académica o teórica, sino roma en el sentido de estar más asumida como un programa que interiorizada como una relación. Una fe así asumida es una fe archivada, de la que se echa mano cuando procede y que, entonces, se exterioriza como una fiebre: “¿No veis como me lo curro? Es porque soy cristiano”. En algunos círculos, incluso se valora más suprimiendo la aclaración final: ¡Que adivinen tu fe observando tu caridad! Es lo que se llama interpretar a San Pablo como patrono de la mímica. No es que Jesús se quede sin participar, es que ni siquiera se le recuerda.
 
Sí, muy bien, tú eres cristiano, incluso el más generoso con tu tiempo, con tus bienes, con tu trabajo – todo eso te lo han inculcado tanto que sería raro no lo practicases, aunque ese no sea el problema actual – pero ¿quien es exactamente Jesucristo para ti? ¿Cuando fue la última vez que hablaste con él? ¿Cómo? ¿Qué no hablas con él porque ya no está con nosotros? ¿Y tu te piensas cristiano?
 
O una fe hiperactiva, en constante búsqueda de fórmulas de “evangelización”, para la cual el apostolado se acaba convirtiendo en un marketing proselitista... ¿Para llevar a la gente hasta quien? Porque nadie se aproxima a Jesucristo saltando con pértigas, ni es posible encontrar al Señor, al verdadero Jesús, de carne y hueso – que está vivo y piensa, y actúa – a través de las confidencias de quien no lo frecuenta... Hay testimonios hermosísimos que se presentan a sólo a si mismos. En los que, en medio de confesiones emocionantes, incluso entrañables, Jesucristo aparece como una referencia de fondo para explicar lo personal, lo herméticamente humano, la pura horizontalidad estanca.

Se protestará que más vale eso que nada. Que Dios está en todo y participa de todo, y que se le da por supuesto. Que no se le niega: Es como si al amor de tu vida le dijeses “no te niego pero te ignoro...” ¡Encantador!
 
Vivimos una auténtica clausura de lo humano en sí mismo. Una confinación disimulada dentro de los sentidos y de su estrecha esfera de experiencia, por la que el espíritu ve limitada su capacidad inmensa de apertura. Por la que permanecemos sordos y apáticos ante la llamada de Dios. Y cuando nuestra “mística” se desempolva, resulta que es una mística unidireccional: Hablamos nosotros y que el Señor escuche, que para eso está.., si es que está.  
 
Triste situación, por la que la fe cristiana se convierte aceleradamente en un decorado: Lo más lejos que se suele llegar es a la pregunta ¿tengo fe? que, según las circunstancias del momento, se responde en afirmativo o en negativo. En éste momento, por desgracia, hay aluvión de respuestas negativas: Algunas procedentes de “autenticidades” juveniles confundidas, que son las más difíciles de curar, porque suelen obedecer al desengaño de quienes observan la “fe” vacía de los adultos.
 
Por todo ello, la gran pregunta, la pregunta necesaria para salir de éste círculo vicioso es: ¿Qué piensa Jesucristo? Porque el Señor piensa en mi y en ti, en éste momento y en todo momento. Y le gustaría que escuchásemos sus confidencias. Sus palabras de ternura y salvación que pueden llegar a nosotros por mil caminos insospechados, a poco que permanezcamos en su gracia y abiertos a él. Y que le respondiésemos. Al Señor le gustaría escuchar nuestra gratitud, nuestra súplica y nuestro cariño, que son las respuestas iniciales a su propio lenguaje y el arranque de las tres virtudes teologales.

El problema es que el hombre postmoderno, perdido en la vorágine de la cultura anticrística y sin que nadie le advierta lo que ello supone, es incapaz de aproximarse por sí mismo a la intimidad de Jesucristo. No es sólo el lastre perenne del pecado original, sino, además, la cultura icónica – cultura de las pantallas – que nos envuelve con una película pegajosa, viscosa, haciéndonos impermeables al Espíritu en una medida de la que no somos conscientes. Nuestro interior divinizable libra hoy una tremenda batalla con el torrente que irrumpe y aísla a través de las ventanas sensibles. Es una batalla silenciosa y frecuentemente desapercibida para nuestra misma conciencia: Porque las conciencias compiten con excesivo retraso en la carrera contra los poderosos medios enemigos. De estos medios hablaba Juan Pablo II hace veinte años cuando se refería a “la esclavitud en el campo moral que atenaza al hombre contemporáneo, porque el pecado dispone de medios más potentes e insidiosos que en el pasado para someter las conciencias” (Alocución en la audiencia al movimiento sacerdotal del P. Forrest, 1990). La aproximación self-service a Jesucristo resulta prácticamente imposible hoy, por muchas recetas que se nos ofrezcan desde el limbo de la indefinición cronológica.
 
El acercamiento a Jesucristo tiene un único camino practicable. No dos caminos, sino uno sólo: No “la Eucaristía y la Virgen María”, sino la Eucaristía CON la Virgen María. Porque la bestialización, la inhabilitación enervante de nuestro receptáculo espiritual, está tan avanzada y es tan disimulada, que Dios utiliza por lo general la precedencia introductora, preparatoria de María. Para poder rasgar los telones invisibles y sanear las almas.
 
No hay aproximación al Jesús real - al que piensa, decide y quiere que sepamos por su boca lo que piensa y lo que decide - sin el concurso preparatorio, la orientación del camino y el empujón definitivo de María. Y esto es así porque Ella ha sido designada desde siempre para precederle como Esposa y auxiliar del Espíritu en su Segunda Venida y ésta designación incluye su trabajo de restauración eucarística: “Los perros famélicos acudirán – acudiremos – al rededor de la ciudad para encontrar qué comer” (Sal 59 (58) 1516) Tal Ciudad es la Virgen María, como explica San Luis Mª Grignón (Tratado, 48). El acercamiento a Jesús pasa por la comunión filial con María y es muy difícil, por no decir imposible, llegar hoy, sin Ella, a ese grado de intimidad en el cual el alma se hace receptiva al diálogo.
 
En éstos últimos tiempos, más que nunca si cabe, el diálogo místico pasa necesariamente por María...
 
Escuchar, saber, meditar, lo que el Señor piensa, lo que el Señor verdaderamente desea, es pues el resultado final de un cursillo, largo o breve según los casos, en la academia de María. Los problemas actuales de incomunicación, en un tiempo marcado por el escepticismo autosuficiente ante la “mística”, son problemas, en definitiva, de rechazo suicida de sus desvelos maternales. Se rechaza a María - que no pide hoy himnos sino mayor atención a su voz profética - porque sus avisos escatológicos no encajan con la composición de tiempo y lugar que nos hacemos. Que nos hacemos desde la limitación imprudente de nuestras prudencias humanas. Y, cómo consecuencia, se pierde la confianza en la posibilidad real del coloquio más entrañable con Jesús. Y se pierde precisamente en el momento del máximo esfuerzo del Señor para acercarse a nosotros. Cuando el amor de su Sagrado Corazón llega a extremos inimaginables, en la frontera misma de los sentidos, para hacerse audible en medio del estrépito ambiental.
 
Lo que Jesucristo piensa, él mismo se molesta en hacérnoslo saber con toda claridad. Aunque, para entenderlo, tendremos que saltar a los brazos de María y olvidar definitivamente nuestros escepticismos tan adultos.