Una manera frecuente de despedirse de alguien consiste en decirle "Tenga cuidado, cuídese", manifestando con ello las intenciones y sinceros deseos de bien para los demás, en una sociedad en donde reinan la inseguridad y la sospecha.
Quizás conviene recordar que el lugar del cuidado por excelencia es el hogar. Lugar en donde se cuida, amándolos, a la madre y al padre, al varón o la mujer que están por nacer, al niño, al joven, al enfermo, al anciano.
Pero no solo se cuida a las personas. También está el cuidado de la Patria, en su doble dimensión, espiritual y material. Espiritual, en cuanto conservar la llama viva de la tradición, nuestra historia. Material, en el cuidado del patrimonio común, expresión de nuestra identidad y origen, como, por ejemplo, edificios emblemáticos, parques públicos, etc. Tampoco se puede obviar el cuidado de la naturaleza, en cuanto casa común. Poner empeño en el cuidado de semejantes dimensiones de la realidad, en cierto sentido, consiste en una extensión del amor a las personas que habitan el hogar.
Sin embargo, hay actitudes y modos de vivir que estropean a la persona y su cuidado. Así, por ejemplo, el individualismo, que en clave antropológica concibe y pretende al varón y a la mujer como islas que se realizan plenamente de modo independiente, sin contar con los demás e incluso considerándolos enemigos u opresores unos de otros, negando así el carácter creado, relacional, familiar y social y la vocación de entrega amorosa a los demás que todo varón y mujer tienen inscrito en su corazón.
Cuidar a los seres humanos es amarlos para que no se estropeen, corran peligro y sufran sin sentido. Desde luego, muchas veces no es posible evitar el peligro y sufrimiento que experimentan las personas. Entonces, el cuidado consistirá en ayudar a reparar el error, la fealdad, el dolor, una vez que se hayan producido. Así, ayudar a remediar los defectos de la persona que se ama, con ternura, con paciencia y comprensión, aliviar el mal que padece, atenderle, acompañarle, darle remedios adecuados para que recupere la salud corpórea y espiritual, son ejemplos encarnados del arte de cuidar. Cuidar es una forma de curar y ha de hacerse con cuidado. Un sabio antiguo decía que la función de curar y cuidar, cuando se convierte en actitud estable, constituiría la esencia de la vocación del médico, el que cura y cuida al enfermo.
Resulta interesante advertir la riqueza de la palabra cuidar, que está estrechamente emparentada con la palabra cogitatus (pensamiento, entendimiento), considerada como poner diligencia, solicitud y atención para hacer bien una cosa. Ciertamente, ser diligente consiste en ser solícito, cuidadoso y pronto en efectuar una cosa. Cuidar, entonces, también es poner atención, atender a las necesidades de las personas que amamos. Poner atención, por ejemplo, supone una mirada amorosa de la realidad y de las demás personas. Solo quien te quiere puede mirarte con atención, desear y hacerte el bien. Por eso el que cuida ama lo que cuida, cuidar es una forma de amar.
Si esto es así, podríamos decir que el arte de cuidar requiere capacidad para la atención, sensibilidad para estar dispuesto ante las necesidades del otro, disponibilidad para actuar con prontitud, vigilancia y solicitud. Pero hay más: en la lengua polaca, cuidar significa cultivar. Por consiguiente, quien puede de verdad cuidar, es la persona culta.
Culta, no entendida como sabihonda o que ha ido a la universidad, que conoce medio mundo, hace trekking, toca piano y habla cuatro idiomas, no. Pues, en su sentido más profundo, una persona culta es quien es capaz de manera habitual (con los fallos propios de todo ser humano que se empeña y esmera, poniendo la cabeza y el corazón en hacer las cosas bien), de hacer el bien a los demás, perfeccionándose a sí mismo, y de conocer y amar lo bueno. La persona culta es quien está intentado perfeccionarse, queriendo ser mejor de manera permanente e irrestricta. Así, un varón o mujer cultos saben a quién le rinden culto. Porque son capaces de amar de una manera ordenada a las cosas, a las personas y a Dios.
Quizás hemos ido demasiado lejos y conviene remontarse al principio, lo cual igualmente nos situará en un ámbito verdaderamente interesante. Sucede que nosotros los hombres, varones y mujeres, fuimos creados para ayudarnos y cuidarnos mutuamente. Y, haciéndolo, ahora, en este tiempo, damos testimonio de ese acto creador, original y originario.
En general, todos sabemos por experiencia lo ardua y en ocasiones difícil que resulta la tarea de ayudarnos y cuidarnos. Tal vez por ello, resulta necesario que la propia persona que realiza el arte de cuidar, la persona culta, posea algunas disposiciones habituales que le faciliten esa atención, prontitud y diligencia en dicho encargo originario. Generosidad, respeto a los demás, afabilidad, desprendimiento y el abandonarse para darse con fe y esperanza, son algunas de esas disposiciones que se inscriben en alma de la persona y que le permiten realizar el arte de cuidar.
Tales disposiciones, para que se hagan carne y vida, requieren un humus, un caldo nutricio: el hogar. De un hogar en el que prime la unidad como fundamento del cariño, la amistad y el amor. La verdad como fundamento de la confianza, el diálogo y la comprensión. La bondad como principio del orden de los amores a las cosas, a las personas y a Dios, cuyo fruto es la paz. La belleza como fundamento de la armonía, el ornato, la limpieza y la proporción, material y espiritual, que ha de caracterizar el hogar.
De algún modo, ese hogar presidido por la unidad, la verdad, la bondad y la belleza -cuyas carencias están retratadas por la enemistad y el desamor, la mentira y el engaño, el desorden, la suciedad y fealdad-, permiten que la persona aprenda aquello que está en el origen de su propia existencia y la vocación para la cual fue creada; a saber, cuidarnos y ayudarnos mutuamente, es decir, confirmar en los hechos lo que el sabio Sócrates recomendó a sus discípulos, pocos instantes antes de morir: "¡Cuídense!". Cuya perfección cumplida se encuentra en la sentencia evangélica: amaos los unos a los otros.
Juan Carlos Aguilera es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Navarra y catedrático del Instituto de Filosofía en la Universidad San Sebastián de Chile y fundador del Club Polites.