Todo lo que he dicho acerca de la Universidad Católica en mis anteriores artículos tiene una razón de ser primordial: la Universidad Católica ,que busca la verdad y se pone a su servicio, que está llamada a ser instrumento de humanización de la cultura, no puede cerrarse a Dios. Su vocación y su último objetivo no son ajenos a lo que es el monacato en sus orígenes y en su historia: Quaerere Deum, buscar a Dios. Como San Benito, en los momentos cruciales de desplome de la humanidad de su tiempo, esto es, la caída del Imperio, también la Universidad Católica, hoy, como universidad obra de la Iglesia, ha de fundarse y sustentarse –al tiempo que mostrar– el objetivo fundamental de la existencia humana: buscar la Verdad última en la que todo se fundamenta y asienta, buscar a Dios, «Quaerere Deum», sin anteponer nada a la obra de Dios, empeñarse en encontrar y ofrecer aquello que vale la pena y permanece siempre, ir a lo esencial, aquello que es importante y digno de confianza verdaderamente. «Esto no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura –o una universidad– meramente positivista que suprimiese en el campo subjetivo como no científica la pregunta acerca de Dios sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más altas y, además, un decaimiento –un «crac»– del humanismo, cuyas consecuencias no pueden ser más que graves. Aquello que ha fundado la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharlo, permanece también hoy fundamento de toda verdadera cultura» (Benedicto XVI, en Francia, 2008), a cuyo servicio se encuentra la Universidad. Si la Universidad Católica es fiel a su naturaleza, nunca debería ser impedimento para esa búsqueda de Dios, para ese encuentro de la Verdad última que es Dios. No posibilitar esta búsqueda y apertura, cerrar las puertas y los caminos para ese encuentro es la muerte de la Universidad que, lejos de servir al hombre, lo contra diría en su ser más propio. La Universidad Católica no sólo está obligada a no impedir ni cerrar, sino que ha de estar para abrir los caminos necesarios que abran a Dios: ahí está la verdad del hombre, la Razón, donde se asienta la verdadera civilización y nuestro único futuro, capaz de generar esperanza, paz y sosiego.
Ésta es la verdad del hombre que «no se contenta con menos que Dios», que en sólo Dios alcanza lo que en el fondo busca: la verdad, que llena de sabiduría y muestra el gozo del arte de vivir. Es oportuno recordar aquellas palabras que dijera Juan Pablo II a los universitarios de Kazajastán, dos días después del terrible atentado del 11 de septiembre en Nueva York, que conmovió el mundo e influyó en su rumbo; el anciano Papa, lleno de fortaleza y coraje, salió al encuentro de aquellos jóvenes universitarios –musulmanes, ortodoxos y ateos–, y, ante las grandes y graves preguntas del hombre, les dijo cosas como éstas que deben hacernos pensar en la Universidad ante el drama de la humanidad: «Sed conscientes del valor único que cada uno de vosotros posee, y sabed aceptaros en vuestras convicciones respectivas, sin dejar por ello de buscar la plenitud de la verdad. Vuestro país sufrió la violencia mortificante de la ideología. Que no os toque ahora a vosotros caer presa de la violencia –no menos destructiva– de la «nada». ¡Qué vacío asfixiante, cuando en la vida nada importa y en nada se cree! Es la nada la negación del infinito, ese infinito que vuestra estepa ilimitada poderosamente evoca, de ese infinito al que el hombre irresistiblemente aspira. El Papa de Roma ha venido a deciros precisamente esto: hay un Dios que os pensó y os dio la vida. Que suscita en vosotros la sed de libertad y el deseo de conocer. Permitidme confesar ante vosotros con humildad y orgullo la fe de los cristianos: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre» (Juan Pablo II). Esto mismo es lo que ha de resonar todos los días del año en una Universidad Católica, sin desfigurar ni traicionar en modo alguno su propia naturaleza universitaria; todo lo contrario: para afirmarla y ensancharla, como la fe afirma y ensancha la razón. «La razón» sola «se vuelve fría y pierde sus criterios, se hace cruel porque ya no hay nada sobre ella. La limitada comprensión del hombre decide ahora por sí sola cómo se debe seguir actuando con la creación, quién debe vivir y quién ha de ser apartado de la mesa de la vida: vemos entonces que el camino, sin Dios, hacia la quiebra del hombre está abierto». (J. Ratzinger).
Por eso es necesario que haya universidades en las que se dé la búsqueda de Dios, y que tengan en la base de todo la afirmación de Dios como Dios, la confesión del Dios creador que hemos conocido en el rostro humano de su Hijo único, Logos eterno por el que han sido todas las cosas, que se ha hecho carne de nuestra carne. La fe se propone, no se impone; pero no deja de proponerse. Tenemos el deber los cristianos, y la Iglesia de la que somos parte, de afirmar a Dios con la certeza y garantía de que así afirmamos y servimos al hombre. Esto no contradice la naturaleza de la Universidad, sino que la potencia y la engrandece.
La evangelización de la cultura a la que, por identidad y fundación, la Universidad Católica se debe y se siente urgida, de manera especial ante la crisis de nuestro tiempo, obliga a hablar de Dios y desde Él en el centro de ella. Ahí está el futuro y la pervivencia vigorosa de las Universidades Católicas.