Tiene algo de ancestral su belleza. Así la han inmortalizado los pintores y escultores de nuestros mejores talentos, cuando nos han plasmado con sus pinceles y buriles esas imágenes que han explicado un sentimiento sincero y austero, profundamente religioso cuando nos asomamos a las procesiones. El paso lo marcan los timbales y tambores, que con las cornetas van moviéndose en la fila penitente de la cofradía. Su ritmo viandante por nuestras calles y plazas acompaña el paso piadoso de una imagen de Jesús o de María, y así rescatan su semblanza que nos remontan a aquella pasión o viacrucis primeros. De esta guisa se nos presentan las distintas hermandades semanasanteras con todo el arrojo de piedad y devoción con el que viven esos días principales del calendario cristiano nuestros amigos cofrades.
Sin duda alguna que hacen mucho bien estas hermandades con sus pasos y procesiones. En primer lugar, a ellas mismas como las inmediatas beneficiarias de lo que significa procesionar de esta manera. Para muchos de estos cofrades supone una cita esperada y vivida con una intensidad que conmueve. Es cierto que, tal vez, su agenda cristiana se estrecha demasiado si sólo se reduce a estos días especiales y a estos gestos particulares de honda religiosidad. Porque la vida tiene otros escenarios, y también hay que saber deambular sin capisayos por las procesiones cotidianas donde circulan los amores enamorados y los temores que nos arredran, los aciertos que nos enardecen y los fracasos que nos amilanan, las verdades con su ardor y las mentiras con sus trampas. Porque la vida misma es una gran procesión en cada instante, en cada circunstancia, todos los días del año.
Pero no sólo son los cofrades los primeros beneficiados, sino también tanta gente que espera con anhelo religioso ese paso que tanto le dice, tanto le despierta, tanto le recuerda. Quedan atrás otras Semanas Santas, cuando era otra la edad de nuestros años y era otra también la circunstancia que nos embargaba. La vida ha ido pasando sembrando su claroscuro mensaje y pintando los horizontes de cada momento en la biografía personal. Pero llegando esos días especialmente cristianos, hay un halo de piedad que nos llena el alma con la misericordia que necesitamos, con la paz que no siempre gozamos, mirando con hondura las pequeñas o grandes cosas que nos acontecen a diario.
Los cristianos visten de largo su fe en esos días santos. Y con todo el arte de la belleza escultórica en sus pasos, con toda la fe en su acendrada religiosidad, consienten que el Señor mismo haga de ellos una vidriera abierta, en donde se dejan entrever las historias que suponen nuestras mismas vidas cuando son iluminadas por la luz del buen Dios. No sólo están las vidrieras preciosas de nuestras iglesias, sino también esas otras que reflejan esta ajustada y sabrosa mezcla de arte, de piedad, de ilusión, de esperanza, fácilmente rastreables en los pasos cofrades de las hermandades.
Seremos adentrados en el embrujo de un misterio santo, cuando en las calles de ciudades y pueblos Jesús Nazareno siga adentrándose por los mil vericuetos amables y en los callejones sin salida. Su paz, su bondad, su verdad, se hacen bálsamo y sabiduría, apoyo y consuelo, para que la vida siga adelante mientras construimos celosos un mundo nuevo, renovado, dejando como preciosa herencia a la generación venidera. Esta memoria viva es lo que con tanta diligencia y acierto llevan adelante nuestras cofradías y hermandades. Dios sea bendito en sus cofrades y que se siga escribiendo esta hermosa historia que nos asoma al Señor que se pasea por nuestras vidas dándonos su bendición y colmándonos de su gracia. Esta es la vidriera que se hace camino y procesión en la Semana Santa, acercándonos la palabra última que Dios se reservó tras todas nuestras torpes penúltimas palabras. Y así, tras la oscura noche veremos despuntar el día que no declina, como tras la muerte se hará sitio la vida que no termina, en ese cielo de una eterna cofradía junto a Dios y a los hermanos.
Publicado en el portal de la archidiócesis de Oviedo.