Hoy por hoy, nadie duda de que la Santa Iglesia Católica, atraviesa una grave crisis. Algunos eventos y documentos más o menos recientes promovidos por la Santa Sede han sido muy polémicos, y han recibido críticas tanto de clérigos como de laicos. Ante esta situación, un católico que procura dedicar parte de su tiempo al apostolado de la opinión pública, no puede dejar de preguntarse: ¿qué es lo mejor? ¿Callar? ¿O hablar?

Callar siempre es tentador. Si uno se limita a hablar de lo mucho bueno, bello y verdadero que hay en la Iglesia católica -en su historia, en su doctrina, en el testimonio de vida de muchos católicos-, raramente recibirá críticas. Y tendrá aseguradas muchas alabanzas. ¿A quién no le gustaría pasar horas y horas escribiendo sobre las maravillas que nuestro Señor hizo por nosotros, narrando historias de conversiones, de milagros, de santos de nuestro tiempo...?

El problema es que la vida real, no es toda color de rosa. A veces, se propagan errores que confunden. Y cuando ello ocurre, alguien tiene que hablar. ¿Cómo decidir si nosotros debemos callar o hablar?

Cuando la corrección ya la hizo otra persona con mayor autoridad, por lo general, conviene callar. En lugar de machacar el error, con frecuencia conviene difundir la sana doctrina, procurando “ahogar el mal en abundancia de bien”. Sin embargo, a veces no hay más remedio que denunciar lo que está mal.

¿Cuándo? Cuando nadie dice nada. Cuando callar otorga credibilidad al error. Cuando se pone en riesgo la fe de los sencillos, perplejos ante las ambigüedades y/o los errores de quienes tienen el deber de enseñar. Cuando los medios celebran esos errores, como si de aggiornamiento se tratara... Cuando por miedo a herir, o por temor a las posibles consecuencias, callan hasta los que han sido entrenados para defender la fe sin levantar la voz

Algunos reyes de la Antigüedad llegaban a matar al mensajero que les llevaba malas noticias. Hoy, sería impensable semejante procedimiento; pero no pocos han sido y siguen siendo cancelados por proclamar verdades que incomodan.

Si vemos a un ladrón intentando robarle la cartera a una anciana, nuestro deber es advertirle que lo vimos… ¡Hay que gritar, aunque pongamos en peligro nuestra vida! Del mismo modo, cuando los medios celebran de forma atronadora presuntos “cambios en la doctrina”, alguien debe decir algo… Al menos, algo más que ensayar las más increíbles contorsiones intelectuales a fin de lograr la cuadratura del círculo…

Quizá sea bueno preguntarnos si Nuestro Señor Jesucristo, a quien decimos que procuramos imitar, calló ante los errores de las “autoridades” religiosas de su tiempo: si bien se sometió al juicio de los jefes judíos, varias veces los amonestó y los increpó con palabras durísimas. Les dijo “necios y ciegos” (Mt 23, 16), “hipócritas, sepulcros blanqueados que por fuera parecen hermosos pero que por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre” (Mt 23, 27). “¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podréis escapar de la condenación del infierno?” (Mt 23, 33). “¡Insensatos!” (Lc 11, 40). En una ocasión, les dijo: “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. No vine a traer la paz, sino la espada” (Mt 10, 34). En otra, “encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio»” (Jn 2, 14-16).

Y es que nuestro Señor era bueno… pero no buenista. Su personalidad debió ser muy distinta a la del Cristo de The Chosen. No le temblaba la mano al momento de corregir: lo hacía sin complejos, sin pensar en el “qué dirán”. En tanto Dios, conocía los corazones de los hombres, y por eso hizo juicios y utilizó adjetivos que nosotros jamás emplearíamos al señalar errores de terceros: nosotros no podemos juzgar intenciones; pero callemos o hablemos, podemos y debemos juzgar hechos.

“Hay un tiempo para callar, y hay un tiempo para hablar” dice el libro del Eclesiastés (3, 7). Acertar cuándo y cómo hacerlo es siempre un desafío, en ocasiones necesario. Por lo pronto, contamos con algunos criterios de sentido común, con el ejemplo del Señor, con la gracia de Dios… ¡y con nuestras oraciones!