Tras mis dos artículos sobre las universidades católicas, he recibido varias peticiones sobre el obra social de las mismas; por eso, hoy, abordo otra de las tareas de las universidades católicas: su misión social y humanizadora: contribuir al verdadero desarrollo y a la paz. La Universidad lleva en su entraña una vocación de servir a la humanidad, centrando su atención y su preocupación en el hombre, el empeño en su promoción y desarrollo, el respeto de su dignidad y sus derechos. Vivimos momentos importantes para el futuro de la Universidad y para su vocación humanista y humanizadora. La Universidad, que nació en la época medieval con el impulso de la Iglesia Católica, de alguna manera prolongando algunos aspectos de la obra de los monasterios, hoy necesita replantearse su papel y su función ante la difusión, cada vez más vasta y articulada, de los campos de investigación. Es preciso hacer frente a las exigencias y a los riesgos de un saber cada vez más especializado y fragmentado, a las difíciles aplicaciones de tecnologías cada vez más complejas y a las nuevas cuestiones, delicadísimas y cruciales, en las que se pone en juego la concepción misma de la vida, y aun la vida misma.
Es necesario poner la verdad, los valores y los «principios morales» del hombre y de la vida, en los que se asienta el hombre y la vida, la convivencia y solidaridad social, en el centro de las preocupaciones científicas y educativas de la Universidad. Sabemos que el saber, separado de su arraigo antropológico y ético se vuelve contra el hombre y se convierte en instrumento de decadencia; en cambio, a la luz de la verdad integral, completa, se muestra como condición indispensable de progreso auténtico. La sociedad reclama de la Universidad no sólo especialistas doctos en sus campos específicos del saber, de la cultura, de la ciencia y de la técnica, sino sobre todo edificadores de humanidad, servidores de la comunidad de hombres, promotores de la justicia porque están orientados a la verdad y viven de ella. La causa del hombre será realmente atendida y servida si la ciencia se une y vincula a la conciencia; el hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva el sentido de trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre él mismo. Sabemos cómo la Iglesia comparte con la Universidad, salida de su corazón, esta misma solicitud primera y principalísima sobre el hombre, en toda su verdad, en su plena dimensión. Toda la solicitud de la Iglesia, y de la Universidad Católica como obra de la Iglesia, está empeñada en que el valor y la dignidad del hombre, de todo hombre, se realice plenamente, tal y como es querido por Dios y se ha hecho presente en Jesucristo, venido al mundo para «dar testimonio de la verdad», la verdad del hombre inseparable de la verdad de Dios: «¡He aquí al Hombre!». Ni la Iglesia, ni la Universidad Católica, tienen otra sabiduría otra riqueza, ni ninguna otra palabra que ésta: Jesucristo, Redentor del mundo, Aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible en el misterio del hombre. La Iglesia no puede ser indiferente a todo aquello que hace latir el corazón del hombre, esto es, a todas sus inquietudes, a todas sus empresas y a todas sus esperanzas: la búsqueda de la verdad, la insaciable sed del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Universidad tampoco. Por eso Iglesia y Universidad se encuentran en algo muy vivo de la misión de ambas y están llamadas a colaborar estrechamente. Iglesia y Universidad no pueden, por ello, sentirse ni ser extrañas, sino vecinas y aliadas. Es el mensaje de las enseñanzas constantes de Juan Pablo II, muy principalmente en su Carta Encíclica Fides et Ratio, donde muestra cómo fe y razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.
Por otra parte, la Universidad se define por su dedicación a la ciencia, por la investigación y docencia de la verdad que atañe al mundo, al hombre y a su destino último. El joven que llega a ella ha de encontrar en ella, no sólo el ámbito donde capacitarse, formarse o habilitarse, para ejercer una determinada profesión, sino también el lugar donde, al menos, pueda asomarse a la verdad plena sobre el mundo, el hombre y su destino. En ese cometido de investigar y transmitir la verdad, la Universidad se constituye en defensora de la libertad del hombre y en conciencia crítica frente a cualquier poder destructivo. Todo intento de reducirla a mero instrumento de aprendizaje técnico y profesional lleva consigo a su propia aniquilación. La Universidad ha de trabajar para promover la idea de un mundo más justo, un mundo que le ayude a cada hombre en sus necesidades materiales, morales y espirituales. Que sea capaz de recoger la herencia científica y cultural que ha recibido y la enriquezca, para ponerla al servicio del verdadero progreso y desarrollo de la humanidad, para la edificación de un mundo de justicia y dignidad de todos los hombres y de todos los pueblos, para la paz verdadera que entraña el respeto y la no exclusión de nadie. Esto no es un sueño ni un ideal evanescente. Es un imperativo moral, un deber sagrado, que el genio intelectual y espiritual del hombre puede afrontar mediante una nueva movilización de talentos y energías de cada uno y desarrollando todos los recursos técnicos y culturales.