Leemos en el evangelio: “Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó”(Lc 10,21). ¿Nos hemos parado a pensar alguna vez en qué consiste la verdadera alegría?.
 
Hace unos años leí en las Cartas al Director de un periódico una carta que firmaban dos chicas. Contaban que habían salido un sábado por la noche con intención de pasárselo bien, pero antes de empezar la diversión fueron a una residencia de ancianos a ofrecer sus servicios para futuros días. La que estaba allí a cargo les recibió con gran júbilo y les explicó: “hay que servir la cena a más de cien personas y estoy sola”. No se atrevieron a decirle que esa no era su intención para aquella noche y se quedaron. En la carta expresaban la enorme alegría y satisfacción que experimentaron por su buena acción.
 
Tuve una experiencia parecida de seminarista. Cerca de mi casa, en las vacaciones de verano, había una colonia de chicos y uno de mis compañeros era monitor de ella. Me pidió que le acompañase dos tardes que tenían excursión. La primera fui a pasármelo bien yo. Todavía la recuerdo como una pesadilla. Ante tal fracaso, cambié de chip y salí la vez siguiente con el propósito de olvidarme de mí y que los chavales se lo pasasen bien. Me lo pasé genial.
 
Normalmente todos tenemos dos pesos y dos medidas. Una, muy amplia y generosa, de abuelito o abuelita, para juzgarme a mí; la otra, mucho más dura y rigurosa, para juzgar a los demás. Sin embargo, en el curso de mi vida, he conocido algunas personas con las medidas cambiadas. Exigentes consigo mismo, enormemente comprensivos con los demás. Son evidentemente personas fuera de serie, de ese grupo de personas de las que no te avergüenzas de decir que las tienes envidia, porque te gustaría ser como ellas. Son los santos que he conocido, que además tienen en común la nota de ser personas profundamente alegres. Cuando lees vidas o historias de santos, con frecuencia les pasa de todo, y no precisamente bueno, pero conservan siempre la paz y la alegría interior, incluso en medio de las persecuciones, como nos dice Hebreos 10,34: “pues recibisteis con alegría el despojo de vuestros bienes, conociendo que teníais una hacienda mejor y perdurable”, alegría que da el Espíritu Santo y que tenía Jesús, a quien por cierto no le pasó de todo, sino supertodo. Ya lo decía san Francisco de Sales: “un santo triste es un triste santo”.
 
El camino de la generosidad, de la entrega, de hacer el bien, es el camino de la alegría. Recuerdo una historieta, creo que de Rabindranath Tagore. En ella se hablaba de un pobre que llevaba un saco de trigo y de pronto se encontró con un gran señor, que le pidió una limosna. El pobre, atónito, le dio un grano de trigo. Aquella noche, el pobre, al vaciar el saco, encontró entre los granos de trigo, una pepita de oro. Y lamentó no haber sido más generoso.
 
Creo que una de las cosas de las que nunca nos arrepentiremos  es la de ser o haber sido generosos. De haberlo sido poco, o de no serlo en absoluto, muchas veces. Deseo, para mí y para los demás, el poder cumplir la genial orden de san Pablo en Filipenses 4,4: “Estad alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. Y eso, sin contar lo que nos dice el evangelio de san Mateo: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (25,34-36). Y es que Generosidad, Amor y Alegría están íntimamente unidos. En Dios lo están plenamente. En nosotros es uno de los puntos que hemos de pedirle a Dios nos conceda para así pasar por este mundo haciendo más y mejor el bien y alcanzar la felicidad eterna.