Frente a los niños de familias estables y normales, están en clara desventaja aquéllos cuyos padres tienen graves problemas como el paro, la miseria, enfermedades de tipo psíquico, disputas fuertes y frecuentes, están separados o divorciados; o quienes padecen abandono o carencia de afecto, pudiendo esta carencia del calor del hogar adquirir múltiples formas, como malos tratos y abusos sexuales, o la de aquéllos cuyos padres no se ocupan o no se pueden ocupar de ellos, por lo que sufren de la ausencia familiar y de una soledad continua, o de los padres que no saben cómo quitárselos de encima en sus días libres o de vacaciones y son incapaces de sacrificarse por ellos, pudiéndoseles a todos estos llamar “huérfanos de padres vivos”.
 
Las consecuencias de este abandono afectivo no se hacen esperar. Buena parte de los fracasos escolares responden a estas causas. El deterioro e inestabilidad de la familia repercute en los hijos, quienes al no recibir amor, pagan un alto coste por ello: egoístas, caprichosos, desequilibrados, perezosos, desmotivados, con baja autoestima y mala conducta. Estas situaciones de desarraigo afectivo originan, según la inmensa mayoría de psiquiatras y psicólogos, deficiencias en la formación de los niños y jóvenes, ya que el influjo familiar, y muy especialmente el de la madre, es sencillamente decisivo para la correcta formación de las emociones y afectos y para la adecuada exteriorización de los mismos.
 
Además, muchos de ellos no reciben formación religiosa ni moral, confunden fácilmente lo bueno con lo malo y al carecer de guía en los valores tienden una mayor tendencia a asumir un comportamiento antisocial peligroso, sin muchas veces otro futuro e incluso otro presente sino la depresión, las drogas, el alcohol, la promiscuidad y las enfermedades de transmisión sexual, el egoísmo más redomado, las tendencias delictivas y autodestructivas, la cárcel, y es que la falta de responsabilidad con los hijos, la ausencia de familia o la desestructuración de ésta, ocasionan a los menores grandes sufrimientos, les hacen inadaptados y todo ello tiene gravísimas consecuencias.
 
Como consecuencia, muchos de estos niños están traumatizados y manifiestan sus dificultades de sociabilidad con una agresividad hacia sus compañeros o los adultos, la tendencia a robar o destruir por destruir, con una incapacidad para estudiar e incluso jugar, por lo que tienen muchas probabilidades de ser violentos. En términos generales serán más violentos aquéllos que se han criado en ambientes cargados de violencia, por lo que bien se puede decir: “la violencia engendra violencia”.
 
Es básicamente imposible que pueda ser feliz un niño abandonado, sin la tutela de una familia, dejado a su suerte o criado sin las mínimas condiciones de auténtica educación por una madre también abandonada a su vez. Más imposible todavía para los niños en la calle o de la calle. Hay un matiz entre estos dos conceptos: niño en la calle es el que se pasa el día vagabundeando, pero al anochecer vuelve a casa. El niño de la calle ni siquiera a la noche va a casa, porque le falta completamente ésta. Muchos de estos niños deben recurrir a actividades ilegales para poder sobrevivir, sin olvidar su explotación como mano de obra barata por patronos sin escrúpulos, incluso en trabajos difíciles y peligrosos, imposibilitándoles su derecho a la educación. Son millones en el mundo los pequeños que son reclutados, entrenados y estimulados por criminales adultos para participar en acciones ilegales: comercio de drogas, robos, pornografía, sin olvidar la esclavitud laboral y los niños soldados. Los poderes públicos y las instituciones sociales deben tratar de ayudar a estos niños carentes de todo, a fin de evitar que caigan en la delincuencia y se puedan incorporar a la sociedad antes que sean una grave lacra social.
 
Es indiscutible que la única solución para resolver este problema consiste en tratar de promover y aumentar las familias bien constituidas, que sepan ser responsables de sus hijos a quienes quieren y educan y por los que trabajan para sacarlos adelante.
 
Pero tampoco es bueno el extremo contrario: los niños hiperprotegidos acostumbrados a no hacer el más mínimo esfuerzo y a que siempre se satisfagan sus deseos, educados en la comodidad, en el olvido de las necesidades de los demás y en el egoísmo del consumismo también comienzan su vida con una auténtica discapacidad moral.